FRANCISCO JUAN MARTÍNEZ ROJAS | Deán de la Catedral de Jaén y delegado diocesano de Patrimonio Cultural
“Por vez primera, el pastor supremo de la Iglesia católica proviene de ese 42% del Pueblo de Dios que usa la lengua de Cervantes para expresarse, para comunicarse y para hablar con Dios…”.
Si la elección de Juan Pablo II en 1978 rompió el monopolio italiano sobre el papado, que se remontaba a 1523, el cónclave de 2013 ha puesto fin a una larga serie de pontífices europeos, que se remontaba al año 741.
En estos primeros días del pontificado del papa Francisco, muchas son las opiniones que se vierten sobre este, sin duda singular, pontífice. Se destaca su austeridad, su proveniencia de la Compañía de Jesús –desde 1830 no se elegía a un religioso como papa–, su sensibilidad hacia los pobres y necesitados, etc. Pero no se señala su marcado carácter hispanoamericano, dado que, proveniente de Argentina, Jorge Mario Bergoglio es uno de los muchos millones de católicos que hablan y piensan en español.
Por vez primera, el pastor supremo de la Iglesia católica proviene de ese 42% del Pueblo de Dios que usa la lengua de Cervantes para expresarse, para comunicarse y, como decía Carlos V, para hablar con Dios. Y no se puede olvidar que la raíz última de esa realidad es la ingente obra de evangelización y culturización que llevó a cabo España en América a partir de 1492.
Con sus luces y sus sombras, como cualquier realidad humana, la evangelización de América ha proporcionado a la Iglesia católica, en la actualidad, la mayor parte de sus recursos humanos, y es triste e históricamente injusto que se sucedan las efemérides, una tras otra, sin reconocer este dato. Sin triunfalismos artificiosos de autobombo, cierto, pero también sin silencios vergonzantes.
El V Centenario de la Evangelización de América, celebrado en 1992, pasó sin pena ni gloria, salvo la celebración de la IV Asamblea General del Episcopado Latinoamericano, reunida en octubre de ese año, en Santo Domingo. En España, menos mal que el V Centenario fue recordado con varios congresos históricos, cuyas conclusiones científicas estuvieron siempre amenazadas por el látigo inmisericorde del autoflagelo culpabilizante hispano, que, teniendo como único libro de texto la brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas, representa el extremo opuesto al botafumeiro ditirámbico de la más rancia hispanidad, que solo ve bondades en el proceso colonizador y evangelizador llevado a cabo por España allende los mares.
Y en tiempos más recientes, la celebración del Bicentenario de la Independencia de las antiguas colonias americanas tampoco ha servido para rescatar de la oscuridad del olvido las raíces comunes, culturales y religiosas, que comparten España y América.
La elección de Francisco debería también ayudar a considerar el origen de este Papa, con el que lo hispánico salta el Atlántico en un viaje de retorno para instalarse en la sede de Pedro, con todas sus peculiaridades, su idiosincrasia y su historia, a la que no se puede renunciar.
Así, esta nueva etapa debería también ayudar a superar la Leyenda Negra que emborrona interesadamente páginas de la historia de la misión de España en el mundo, que no es, con mucho, peor que la de otros países europeos, que en sus propios procesos colonizadores no se interesaron tanto ni en llevar su cultura ni en hacer partícipes de su fe a los pueblos ultramarinos que dominaron y explotaron.
El nuevo papa, al adoptar el nombre de Francisco, a secas, ha renunciado a su apellido, Bergoglio (italiano, como sus padres), pero no podrá renunciar nunca a su lengua materna, el español, con la que, en sus 76 años de vida, ha hablado con los hombres y ha conversado en la oración con Dios.
En el nº 2.841 de Vida Nueva.