El Papa rinde homenaje al Colegio Español de Roma en su 125º aniversario
ANTONIO PELAYO (ROMA) | Cuando, a las doce y media del sábado 1 de abril, Francisco hizo su entrada en la Sala Clementina entre los aplausos de los superiores y alumnos del Pontificio Colegio Español de San José, alguien me susurró al oído: “Parece que el Papa está cansado”. No me sorprendí y pensé: “Lleva ocho horas en pie y ha tenido una mañana muy intensa; cualquiera, a su edad, estaría medio agotado”. La hora que siguió demostró que ambos estábamos equivocados: ni rastro de cansancio, todo lo contrario.
La audiencia papal era el momento más significativo de las ceremonias que han conmemorado el 125º aniversario de la fundación del Colegio Español por el beato Manuel Domingo y Sol, impulsor a su vez de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos, que durante todo este siglo y cuarto de vida han dirigido con acierto y no pocos sacrificios esta institución.
En la Clementina esperaban al Papa los cardenales Ricardo Blázquez, presidente de la Conferencia Episcopal Española; Lluís Martínez Sistach, emérito de Barcelona; y Santos Abril, hasta hace poco arcipreste de la basílica romana de Santa María la Mayor. Para ellos fueron los primeros saludos de Bergoglio.
Inmediatamente, fueron saludados los dos patronos del colegio, los arzobispos de Sevilla, Juan José Asenjo, y de Toledo, Braulio Rodríguez, y otros prelados españoles ligados a la historia del Colegio, como su anterior rector, el hoy obispo de Barbastro-Monzón, Ángel Javier Pérez Pueyo. Llenaban el resto de la sala los 72 alumnos actuales y muchos antiguos alumnos que trabajan en la Curia u ocupan cargos de responsabilidad en diversas diócesis españolas.
Después del saludo de Blázquez evocando los contactos de los papas con el Colegio (como las visitas de Pablo VI y de Juan Pablo II a la antigua sede del Palacio Altemps, y a la actual, en Via de Torre Rossa, así como la más reciente audiencia de Benedicto XVI), tomó la palabra el Pontífice. El suyo podríamos definirlo como un clásico discurso a una comunidad sacerdotal que, esta vez, se centró en los tres mandamientos que Jesús recordó al levita: “Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”.
“Solos –les dijo Francisco– no es posible crecer en la caridad. Por eso el Señor nos llamó para ser una comunidad, de modo que esa caridad congregue a todos los sacerdotes con un especial vínculo en el ministerio y la fraternidad. (…) Se trata de un desafío permanente para superar el individualismo y vivir la diversidad como un don, buscando la unidad del presbiterio. El presbiterio que no mantiene la unidad, de hecho, echa a Dios de su propio testimonio. No testimonia la presencia de Dios. Le echa fuera”.
“La formación de un sacerdote –prosiguió al exponer el segundo mandamiento– no puede ser únicamente académica, aunque esta sea muy importante y necesaria, sino que ha de ser un proceso integral que abarque todas las facetas de la vida. (…) He dicho que la formación de un sacerdote no puede ser solo académica. De ahí nacen todas las ideologías que son una peste en la Iglesia, sean del tipo que sean: del academicismo clerical. Las columnas que debe tener la formación sacerdotal son cuatro: académica, espiritual, comunitaria y apostólica”.
“Allí donde está nuestro tesoro, está nuestro corazón –añadió para redondear su alocución–. Se nos pide adquirir la auténtica libertad de los hijos de Dios, con una adecuada relación con el mundo y los bienes terrenales. (…) No os olvideis de esto: el diablo entra siempre por el bolsillo. El beato Domingo y Sol decía que para socorrer al que tiene necesidad había que estar dispuesto a ‘vender la camisa’. Yo no os pediré tanto; sacerdotes descamisados, no, pero solo os pido que seáis testigos de Cristo a través de la sencillez y la austeridad de vida”.
Y para finalizar, como si quisiera darles una última consigna, les suplicó: “Por favor (y esto os lo digo como hermano, como padre, como amigo), por favor, huid del carrerismo eclesiástico, que es una peste de la Iglesia, huid”.
Concluido entre aplausos el discurso, Francisco quiso saludar uno a uno a todos los presentes, unos 150, intercambiando palabras de estímulo y cariñosos abrazos. Lo antes dicho: ¡bendito cansancio!
Visita a Carpi
Otra visita papal muy especial fue la que vivieron los habitantes de Carpi el pasado 2 de abril. Entre el 20 y el 29 de mayo de 2012, una serie de fuertes movimientos sísmicos provocaron allí, en la región de la Emilia-Romagna, la muerte a 27 personas, hirieron a varios centenares y causaron enormes destrozos en casas, industrias e iglesias.
Me tocó cubrir informativamente este terremoto y recuerdo muy bien la angustia de sus habitantes, muchos de los cuales habían perdido en pocos segundos todo lo que poseían. Cinco años más tarde, el Santo Padre dedicó toda la jornada del pasado domingo a recorrer algunos de los lugares de esa devastada zona de Italia, perteneciente a la Diócesis de Carpi.
Apenas su helicóptero se posó en un campo deportivo de la ciudad de Carpi, el Papa inició su visita celebrando una emotiva eucaristía en la Plaza de los Mártires, delante de la catedral, reabierta una semana antes tras ser restaurados sus muros y su bóveda. Acudieron unas 15.000 personas, de las que más de 4.000 eran discapacitadas. Otros miles siguieron la ceremonia en otras plazas de la localidad a través de grandes pantallas.
En su homilía, Bergoglio les dijo: “Hay quien se deja encerrar en la tristeza y quien se abre a la esperanza. Quien permanece atrapado entre los escombros de la vida y quien, como vosotros, con la ayuda de Dios, levanta los escombros y reconstruye con paciente esperanza”.
Concelebraron la misa los obispos de la región; entre ellos, se encontraba el cardenal Carlo Cafarra, arzobispo emérito de Bolonia y uno de los cuatro firmantes de las “dudas” sobre la interpretación de Amoris laetitia. El Papa y él se abrazaron calurosamente y se entretuvieron hablando una buen rato, según señaló Greg Burke, director de la Sala de Prensa de la Santa Sede.
A primeras horas de la tarde, Bergoglio ya estaba en Mirandola, cuya catedral sufrió tales sacudidas durante el terremoto que aún no ha podido ser reabierta al culto. Lo primero que hizo el Pontífice fue depositar unas flores en el devastado altar mayor.
“Flores –subraya un editorial de Gian Maria Vian en L’Osservatore Romano– que son “expresión visible del afecto y de la cercanía del Papa a una población digna y fuerte que ha sabido reaccionar al trastorno natural y que, poco después del terremoto, había acogido a Benedicto XVI”. En sus palabras a la población, el Papa rindió homenaje a la dignidad y capacidad de iniciativa que habían demostrado tras del seísmo.
“Las heridas han sido curadas, sí; pero permanecen y permanecerán siempre las cicatrices. Mirando estas cicatrices, habéis tenido la valentía de crecer y hacer crecer a vuestros hijos con la dignidad, la fortaleza, el espíritu de esperanza, la valentía que tuvisteis en el momento de las heridas”.
Dos días antes, el viernes 31 de marzo, se produjo esta escena. “¡Quiero ver al Papa!”, gritó Sophie, una niña de nueve años ciega desde su nacimiento. Bergoglio se acercó a ella e inclinó su cabeza para que las diminutas manos pudieran recorrer sus cabellos, su frente, sus ojos, sus labios.
“Te quiero mucho”, le dijo la pequeña, que tuvo como respuesta: “Yo también te quiero mucho”. Fue el momento más emocionante de la visita sorpresa del Papa a un centro romano donde son atendidas personas invidentes de toda edad. Un “viernes de misericordia” fuera del programa del Año de la Misericordia.
Hasta que los cambios sean “irreversibles”
La revista Mensajero, de la Compañía de Jesús, publica en abril (continuará en mayo) un testimonio significativo. El de Adolfo Nicolás, hasta hace poco superior de los jesuitas, contando algunas de sus confidencias con Francisco en estos cuatro años. Hablando sobre una hipotética renuncia al papado siguiendo la estela de Ratzinger, Bergoglio le reconoció que quería “tomar en serio el desafío de Benedicto”.
Aunque, unos meses más tarde, le confesó: “Le pido al Buen Dios que me lleve cuando los cambios sean irreversibles”.
Publicado en el número 3.031 de Vida Nueva. Ver sumario