RAFAEL DE BRIGARD, sacerdote de la Arquidiócesis de Bogotá y periodista
Existen diversas formas de lograr un lugar cómodo en la vida o, como suele decirse hoy, crear una zona de confort. Puede ser a través de la solidez económica que aleja de la vista muchos problemas de la vulgar vida cotidiana. Puede ser a través del atrincheramiento en un par de ideas que hacen el papel de vallado para que nada diferente entre en la propia parcela existencial. Se acomoda alguien también a través de la iluminada vida intelectual o académica que termina por hacerle ver el mundo un poco con desprecio, por parecerle demasiado simple e insípido.
Inmensas multitudes viven cómodas en el estilo de vida alcanzado y que les borra de la mente cualquier pregunta inquietante o que pueda desvelarlas. Y hasta los más alejados de todo género de fortuna pueden llegar a acomodarse en su situación de víctimas, que también tiene su oscuro lado de ganancias secundarias. Realmente es muy, pero muy poca, la gente en el mundo que asume la incomodidad como estado de vida.
Los primeros meses de Francisco como cabeza de la Iglesia universal, incluyendo su reciente visita a Brasil, están creando la viva sensación de que tiene el firme propósito de desacomodar a los bautizados, a todos los miembros de la Iglesia, no solo al clero.
Juan Pablo II y Benedicto XVI levantaron
una muralla para proteger a su Iglesia.
Y Francisco parece estar paseándose por los pasillos
encendiendo luces y sacudiendo un poco las camas
para que la vida activa vuelva a brotar.
Juan Pablo II y Benedicto XVI de alguna manera levantaron una muralla para proteger a su Iglesia de la secularización, del desprecio a la vida, del relativismo, etc. Pero la vida en el interior de esa Jerusalén amurallada se tornó más bien estática, un poco fría, distante del resto de la humanidad. Puede ser que hasta un cansancio por escuchar siempre los mismos discursos y las mismas palabras haya generado un adormecimiento en el rebaño.
Y Francisco, como un buen padre de un gran internado, parece estar paseándose por los pasillos encendiendo luces y sacudiendo un poco las camas para que la vida activa vuelva a brotar en los hijos de Dios.
Despertar a la Iglesia puede crear serios problemas, dentro de ella y también por fuera. En las entrañas de la Iglesia, pese a todas las críticas supuestamente sinceras, la verdad es que hay demasiadas personas que viven dichosas con el espíritu somnoliento y poco exigente que a veces se respira. Viven como en eterna siesta vespertina y no quisieran que nadie, ni siquiera el Papa, se atreva a dañar su sueño.
Y por fuera no son pocos los que no quisieran ni en chiste ver a la Iglesia más activa de lo que habitualmente es. Es que los millones de católicos tomándose su fe en serio pueden hacer temblar lo que quieran: desde sus comunidades locales hasta los gobiernos más establecidos y las instituciones más tradicionales. Como quien dice: si Francisco sigue como va, nos va a meter en problemas.
Pero, ¿acaso no vino Jesús a traer fuego y deseaba vivamente que ya estuviera ardiendo? Se nota que el papa Francisco ha percibido desde hace mucho tiempo la situación de tibieza y quietud en amplios sectores de la Iglesia, y por eso su predicación en Brasil volvió a reflejar la urgencia de moverse, de salir, de no mirar los toros desde la barrera, de no perder la fe.
Las multitudes enormes que acompañaron
la peregrinación del Papa por Brasil
le indicaron cuánta gente está viva en la Iglesia,
cuántos están dispuestos a moverse con prontitud,
cuánto amor hay por Jesucristo y cuánta sed de Dios.
Sus gestos siguen comunicando la imperiosa necesidad de acercarse más a la gente y, en concreto, a los más pobres donde quiera que se encuentren. En el fondo del mensaje de Francisco se revela como una angustia en el sentido de que una Iglesia que no está en acción puede no justificar el lugar que ocupa en el mundo, entre las naciones. Podría llegar a ser un peso muerto.
Sin embargo, las multitudes enormes que acompañaron la peregrinación del Papa por Brasil también le indicaron a él cuánta gente está viva en la Iglesia, cuántos están dispuestos a moverse con prontitud, cuánto amor hay por Jesucristo y cuánta sed de Dios hay en todos los lugares donde se pronuncia su nombre.
Estas multitudes también nos pueden meter en problemas, porque en el momento en que hagan de su fe una acción permanente, los primeros en temblar seremos los pastores, especialmente si no estamos al lado del rebaño y no olemos a oveja. Seremos los extraños dentro del pueblo de Dios. La zona de confort en la cual vegeta parte de la Iglesia está bajo una mirada escrutadora del mundo entero.
Por lo pronto, siguiendo palabras y gestos del papa Francisco, la tarea es despertar y salir. Acaso sea ahora más necesario que nunca volver a mirar la historia del Israel bíblico y aprender allí que Dios se siente vivo cuando el pueblo camina, peregrina, se aventura por el mundo. Cuando Israel se detuvo, se acostumbró incluso a la esclavitud.
En el nº 2.861 de Vida Nueva