(Fr. Manuel Rivero, o.p.- Puerto Príncipe) Haití vive de nuevo una profunda crisis económica y política. En abril, miles de manifestantes –algunos armados– protestaban violentamente en contra de la subida del coste de los alimentos. Los destrozos materiales han sido importantes: vandalismo, robos, agresiones… Las escuelas, los comercios, las gasolineras y hasta el aeropuerto han sido cerrados.
El Senado ha votado una moción de censura contra el primer ministro, que ha caído con su Gobierno. El presidente de la Republica, René Preval, ha intentado calmar a la población anunciando una disminución del precio del arroz, que se ha disparado no sólo en Haití, sino en el mercado internacional, que registra un alza del 100 o del 200% en un año. Otro factor que no se puede ignorar en Haití es la agitación política, fomentada por los partidarios del antiguo presidente Jean-Bertrand Aristide, fundador del partido Lavalas (“avalancha”).
La omnipresencia de los cascos azules de la ONU –más de 6.000 soldados– es considerada por algunos como un ejército de ocupación. Sin embargo, es difícil imaginar el establecimiento de un mínimo de seguridad en el país sin esta colaboración no violenta. Un soldado de la ONU, originario de Guinea, me decía que “la mejor arma es el arma enroñada”. ¡Buen ejemplo de actitud no violenta!
¿Qué hace la Iglesia en esta situación? El presidente de la Conferencia Episcopal de Haití, solidario con su pueblo que sufre de hambre, ha hecho un llamamiento a favor de la paz y del respeto de la personas y de los bienes para evitar el aumento del número de víctimas inocentes. Los medios de comunicación transmiten las noticias nacionales y los reportajes internacionales de, por ejemplo, la agencia EuroNews, con el efecto perverso de realzar la importancia y el protagonismo de los violentos.
La acción de la Iglesia se sitúa en varios niveles. En primer lugar, organiza la ayuda urgente a la población. Las parroquias, las congregaciones religiosas, las ONG y las asociaciones amigas extranjeras proveen de alimentos, medicinas y dinero. En Miami, donde viven 200.000 haitianos, asociaciones como Amor en Acción representan una ayuda valiosa. En EE.UU. los haitianos son numerosos, y obispos y laicos luchan para poder acoger a los emigrantes que llegan en lanchas arriesgando su vida. Veinte haitianos han muerto estos días en las aguas infestadas de tiburones de las Bahamas. Los haitianos, a diferencia de los cubanos, aunque toquen tierra estadounidense, no tienen derecho a quedarse. La Conferencia Episcopal tiene equipos de trabajo en Washington para la defensa de los derechos humanos y, concretamente, de los emigrantes.
La obra de la Iglesia en Haití es inmensa en el campo de la educación, el desarrollo y la salud. Se trata de una influencia profunda y a menudo discreta y a largo plazo, pero fecunda para la evolución social del país.
Despertar la solidaridad
La enseñanza de la doctrina social de la Iglesia es otra faceta fundamental de la tarea de evangelización. La catequesis y la predicación –que se distinguen de la espiritualidad desencarnada de algunas iglesias evangélicas– aspiran a despertar la solidaridad, el respeto de los derechos humanos, el primado de la persona sobre el capital, el destino universal de los bienes, la vocación a participar en la vida social, económica y política. La ignorancia y la desesperanza hacen soñar con un líder mesiánico capaz de resolver todos los problemas de manera mágica, en vez de afrontar con madurez democrática los obstáculos, como sucedió con la elección del presidente Aristide, ex sacerdote salesiano. Una canción evocaba la entrega del país entre sus manos con una fe absoluta y no crítica: “Aristide, el país te pertenece, haz lo que quieras”.
Una parte cuantiosa de la élite intelectual se ha formado en colegios católicos. Pero la situación peligrosa del país hace que muchos estudiantes vayan a universidades extranjeras cuando su poder económico se lo permite y que la gente competente se quede en países que les acogen, como Canadá. Es difícil tener 20 años en Haití. El futuro es oscuro.
Con humor amargo, algunos políticos han declarado que la mejor solución es aprender a nadar para huir de la isla. Los países fronterizos limitan fuertemente la llegada de haitianos. La dificultad para obtener un visado agrava el complejo insular de aislamiento y favorece un efecto de “olla a presión” en los momentos de crisis.
La contrapartida positiva del éxodo haitiano reside en la gran ayuda financiera que llega cada mes desde el extranjero a las familias haitianas que afrontan cotidianamente la miseria y la inseguridad. La situación política y económica sigue inestable y frágil.