(José María Rodríguez Olaizola, SJ-sociólogo jesuita) Todo es demasiado breve. El ídolo que hace unos años era ensalzado como el no va más del planeta fútbol está hoy en horas bajas y es increpado por los seguidores. La cantante que encandilaba a los adolescentes de medio mundo languidece encerrada en una espiral de autodestrucción. La novedad tecnológica de ayer es antigualla hoy, y el último grito de la moda que la temporada pasada revolucionaba las pasarelas, habita ya en silencio sepulcral en los estantes de saldo. Las noticias que copan los titulares se habrán olvidado en un par de semanas.
Todo es inmediato. Todo tiene que ser ahora. Todo ocurre ya, y se desvanece con celeridad. La actualidad es un monstruo que devora a sus creaciones. Se nos invita a vivir al día. El diagnóstico no es nuevo. Su vigencia, sin embargo, no disminuye. La memoria se mide en Gigabytes, pero es un puro almacén, no una referencia viva. Y lo único seguro del futuro es que dentro de treinta años mucha gente seguirá pagando la hipoteca (y para eso es mejor ni pensarlo). Se infla el presente, apisonando todo lo que pueda distraernos de la urgencia por lo inmediato. Y si nos descuidamos, ese presente nos tritura en cuanto se nos tuerce un poco el ahora.
Brindemos por el valor de la historia. Nuestras historias particulares, con las lecciones aprendidas, los momentos presentes y los horizontes que se pueden intuir. Brindemos por la paciencia fértil –y no la huida– cuando el hoy no es tan brillante, pues el brillo va y se viene en las vidas auténticas. Brindemos por el recuerdo de lo vivido, que nos hace más sabios y más humildes. Brindemos por la vida en su complejidad, por los momentos de calma y los de tormenta, aunque estos últimos cuesten un poco más. Y por un futuro hacia el que a veces hay que avanzar despacio. Porque vivimos historias, no instantes.