Iglesia valiente y amorosa

Alberto Iniesta

(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid) El Señor nos dijo que no tuviéramos miedo, pero no que nos volviéramos feroces defensores de nuestros principios y criterios. Jesús de Nazaret predicaba a sus discípulos un plan de vida escalofriante: los enviaba como ovejas entre lobos; debían perdonar siempre, amar a los enemigos y rezar por ellos; dejarse abofetear y robar, etc. Y así procuraron vivirlo sus mejores discípulos, sin más fuerza ni defensa que la debilidad de la cruz. Lamentablemente, a veces, algunos la acompañaron con la espada, influidos por las circunstancias de la historia. Pero también hubo quienes en la misma época, a pesar de todo, como Francisco de Asís y sus discípulos, fueron a misionar sólo con la cruz, y sin la espada; con el Evangelio del amor, sin la violencia de la fuerza.

Es difícil conjugar fortaleza y ternura, diálogo y convicción, amor y oposición. En el plano humano, los filósofos estoicos buscaban este equilibrio, como el famoso ejemplo de Epicteto, esclavo de un amo brutal que le maltrataba, y cuando le rompió una pierna tan sólo le dijo mansamente: ¿Lo ves? Ya te decía yo que me la ibas a romper. En nuestros tiempos, Gandhi promovió la lucha pacífica, la no violencia activa, para alcanzar la liberación de la India, y Martin Luther King, cristiano protestante, hizo lo mismo en los Estados Unidos para defender la igualdad social entre negros y blancos, muriendo mártir de tan hermosa causa.

Los buenos cristianos de todos los tiempos y de todas las confesiones han practicado esta doctrina hasta el martirio, si llegaba el caso, prefiriendo morir a matar, como los de la guerra civil española, a los que recientemente hemos conmemorado.

Con buen corazón y buena cara, con buenas maneras y buena voluntad, dialoguemos y discutamos todo lo necesario, buscando siempre el bien común, sin irritarnos, ni cansarnos ni aislarnos, siempre dialogando y razonando en lo humano y lo divino, explicando y dando a todos razón de nuestra esperanza, como decía san Pablo.

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