(Néstor Da Costa-Sociólogo uruguayo especializado en Sociología de las Religiones) En América Latina y el Caribe no hay una única forma de relación entre estados e iglesias. Encontramos en esta vasta región diversas formas de organizar la convivencia y la relación entre lo político y las instituciones religiosas. El cristianismo, y fundamentalmente la Iglesia católica, ha sido centenariamente hegemónico en esta parte del mundo, y su influencia social está en relación a la visión que de sí misma y su función en el mundo tenía en esos siglos, vinculada indisolublemente a lo político-estatal.
La llegada de la modernidad y la mayor autonomía de las esferas seculares de la vida fue y es un proceso de largo aliento. Ante ello, la Iglesia católica se sintió atacada y amenazada, entre otros motivos porque venía del ejercicio del poder terrenal y porque confundía su mensaje con su propia institucionalidad; esto es, se confundía a sí misma con Dios, por lo que todo aquello que se entendiera que fuera en su detrimento era leído como un proceso de ataque a Dios.
El lugar social que ocupan las instituciones religiosas en las diversas sociedades es una construcción social, no un lugar predefinido y fijo, sino construido en relación a las características sociohistóricas de cada comarca y región. No es, por supuesto, algo incluido en los textos sagrados ni esencial a sus credos, sino una construcción de su desarrollo institucional a lo largo de la historia.
En nuestra región la matriz hegemónica católica (aunque hoy en claro proceso de pluralización religiosa) ha implicado diversos caminos de resolución de la relación con lo político. Una forma de verlo es repasar los textos constitucionales. Ahí encontraremos variadas soluciones legales: desde estados que aún siguen definiéndose como católicos (Argentina, Bolivia, Costa Rica) a los que no tienen una definición confesional y garantizan el derecho a la libertad de cultos (México, Nicaragua, Uruguay), pasando por otros en que la fórmula constitucional es algo intermedio, por ejemplo, los que sin definirse confesionales en su Constitución sí reconocen un lugar especial o preferencial a la Iglesia (Paraguay, Perú).
La temática no tiene en América Latina hoy la intensidad que parece haber alcanzado en España, pero sigue planteada con mayor o menor fuerza en países donde el Estado tiene aún diversos grados de dependencia o vinculación de las instituciones religiosas. Mencionemos tres tipos de casos diferentes. Comencemos por Perú, que terminó con el patronato y la separación Iglesia-Estado en la Constitución de 1979, y a iniciativa de la propia Iglesia católica. La fórmula constitucional implica un reconocimiento explícito a la Iglesia católica y su rol en el país, manifestando la posibilidad de prestarle colaboración. En segundo lugar, Argentina, cuya Constitución, de fines del siglo XX, establece que el Estado sostiene la religión católica, como mantenían constituciones anteriores. Finalmente, México y Uruguay, estados laicos y cercanos al modelo francés. Mientras en los dos primeros casos la Iglesia católica mantiene privilegios e incluso recaba fondos del Estado, en los últimos no es así.
Ninguna institución social se deja trascender a sí misma, y abandona roles que ha desarrollado por siglos en forma voluntaria, salvo en momentos excepcionales. En un mundo plural y diverso es preciso asumir que la legitimidad de lo político y del Estado no pueden seguir viniendo de las instituciones eclesiásticas.
Esta temática está atravesada por la visión que la Iglesia ha ido reconstruyendo en varios lugares y su rol, esto es, desde dónde ve la realidad y a sí misma: si es una mirada autorreferida como institución que detentó poder durante mucho tiempo o si lo hace desde su mensaje con independencia del poder político. O sea, si se opta por el poder institucional o por el servicio a la humanidad.
La Iglesia reunida en el Concilio Vaticano II había dialogado con su época e intentado discernir los principales signos de los tiempos, entre ellos el de la autonomía de las esferas seculares de la vida (como lo político). Los cambios en las sociedades en los últimos tiempos, los grados de incertidumbre que se generan y la propia postura desarrollada ante el mundo actual, han abierto la puerta para una vuelta atrás. La libertad de conciencia y la autonomía de lo político son asuntos fundamentales de los tiempos que nos tocan vivir. En esa dirección, así como en replantearse institucionalmente el lugar y la visión desde la que se habla, hay pistas para el presente y el futuro.