PABLO BENAVIDES, Comunidades Laicas Marianistas | Mucho se ha hablado y se seguirá hablando sobre el final de ETA. Estamos viviendo lo que parece ser el fin de esa banda, debilitada en extremo y con un contexto en el que las fuerzas sociales que le han dado cobertura han pasado a defender una estrategia nueva que se aleja, por fin, del asesinato, pero que se resiste a dejar el terrorismo, representado como siempre en las armas no entregadas, con las que se mantienen las amenazas y con las que, por tanto, se sigue tutelando el tan catareado proceso de paz.
En la historia de ETA, la Iglesia ha tenido un protagonismo que no ha sido siempre el de las víctimas. Un sector importante de la Iglesia vasca, no por número, sino por repercusión, ha estado muy cerca de ETA y muy lejos de las víctimas. Otra parte, ha mostrado –y sigue haciéndolo– una equidistancia entre víctimas y verdugos sobre la cual pretende construir “la paz”. No reconocer esto es contar la verdad a medias, es ignorar el dolor de tantas víctimas, que han visto cómo sus pastores eran muy sensibles a los sentimientos de sus verdugos y muy poco cercanos a su sufrimiento.
Una historia, la de la Iglesia y el terrorismo de ETA, con luces y sombras. Sombras que siguen escandalizando a muchos y que tienen que ser aireadas si la Iglesia en el País Vasco quiere ejercer el papel que se propone en la superación de este conflicto.
Este es el reto de la Iglesia vasca:
reconocer que muchos sacerdotes han estado
cerca del verdugo y lejos de la víctima,
prontos a dar cobijo a etarras
y a prestarles salones parroquiales o casas de ejercicios.
Recientemente hemos visto cómo el papa Benedicto XVI, siguiendo la estela de Juan Pablo II, ha pedido perdón por los casos de pederastia. Reconocerlos no es asumir que la Iglesia los consintió en ningún momento. Es reconocer que la Iglesia está formada por hombres que han cometido graves pecados que escandalizan a propios y a extraños e, incluso, alejan a ciertas personas de la Iglesia.
Este es el reto de la Iglesia vasca: reconocer que muchos sacerdotes han estado cerca del verdugo y lejos de la víctima, prontos a dar cobijo a etarras y a prestarles salones parroquiales o casas de ejercicios, y lentos y perezosos para acoger a las familias de tantos guardias civiles desplazados al País Vasco.
Al frente de la Iglesia vasca, los obispos Juan María Uriarte y José María Setién han sido blanco de muchas críticas por su complacencia, para algunos, y tibieza, para otros, con el entorno social que ha legitimado el terrorismo de ETA. Es difícil distinguir qué cosas son ciertas y qué interpretaciones erróneas. Sin embargo, la duda misma es muestra de que, al menos en el terreno linguístico, la cercanía no la han notado las víctimas de sus pastores y sí los familiares de etarras por quienes los citados obispos realizaron gestiones para acercarlos al País Vasco, lo cual no es en sí mismo algo malo.
Lenguaje ambiguo
La mayor parte de la Iglesia vasca ha estado siempre al lado de las víctimas, pero junto a ellos, otros miembros, a título personal, dieron cobijo a etarras y ofrecieron sus casas de ejercicios para celebrar reuniones de ETA.
Unas 200.000 personas han tenido que abandonar el País Vasco por amenazas de ETA o porque no son libres de pensar de una determinada forma. La paz no se consigue sobre la mentira, y mentira es contar solo una parte de la historia. Es grande la misión de la Iglesia en aquella comunidad para sanar heridas, y una condición para ello es abandonar el lenguaje ambiguo que se ha venido utilizando históricamente en ciertos sectores. La claridad que ha empleado la Conferencia Episcopal Española al hablar del terrorismo tiene que llegar a toda la Iglesia en el País Vasco.
Es grande la misión de la Iglesia en aquella comunidad
para sanar heridas, y una condición para ello
es abandonar el lenguaje ambiguo
que se ha venido utilizando históricamente en ciertos sectores.
Cambiar el lenguaje supone empezar a hablar de libertad en lugar de paz para describir la realidad social. Hablar de paz, para describir la realidad personal, la de los corazones llenos de odio, principalmente de los que durante 50 años han amenazado o apoyado a los que pensaban diferente. Un lenguaje nuevo, sin ambigüedades ni equidistancias.
En resumen, la Iglesia en el País Vasco tiene que pedir perdón por la complicidad de algunos de sus miembros con el entorno etarra y revisar el lenguaje que emplea, que en muchos casos ha sido ambiguo, y que ha mantenido durante tantos tristes años, para así poder cumplir su propósito de ayudar a sanar las heridas abiertas por el terrorismo y el nacionalismo excluyente.
En el nº 2.780 de Vida Nueva.
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