IGNACIO MADERA VARGAS (SDS) | Sacerdote Salvatoriano, expresidente de la CLAR
“La distinción clero-laicos se puede datar históricamente y analizar en lo que puede haber generado de pasividad en un laicado oyente y un clero hablante…”
La formación de un laicado adulto es una urgencia del presente y del futuro, si queremos que sea realidad la “profunda conmoción” que necesita la Iglesia latinoamericana y caribeña, en el espíritu y la letra de Aparecida. Me ilusiona ver cómo profesionales de la medicina, de la ingeniería, del derecho y de tantas otras ciencias y saberes se interesan por la formación teológica y están buscando formarse con calidad y altura.
Un laicado adulto no significa un laico formado académicamente, sino un hombre o una mujer que toman conciencia muy en serio de su condición de bautizados y de su ser Iglesia. Una vuelta a la fe desde el oikos, la casa, el hogar, para incrustar en el corazón de todos los gremios y estructuras, mujeres y hombres que, por su actuar y su palabra profética, generan novedosas presencias y provocan transformaciones en sistemas e instituciones. En este sentido es mi alusión a una formación seria, dosificada y estimulante, de nuevas generaciones desde el presente en vista al futuro.
La distinción clero-laicos se puede datar históricamente y analizar en lo que puede haber generado de pasividad en un laicado oyente y un clero hablante; un laicado que escucha y un clero que enseña. Ese modelo va pasando gracias al reconocimiento que el Vaticano II, en sus documentos dogmáticos y pastorales, hizo acerca de la igualdad fundamental de todos y todas, y del compromiso con el anuncio y el advenimiento del Reino por parte de quienes decidimos vivir la fe.
Diseñar las modalidades de formación de un laicado que, en unión con los ministros de la Iglesia, repercutan por aquí y por allá es un sueño que se puede convertir en despertar; por las acciones que favorezcan la renovación del ser eclesial, que sigue siendo posible.
En el nº 2.896 de Vida Nueva