JOSÉ IGNACIO LÓPEZ, director de Vida Nueva Cono Sur |
El gesto augural de Benedicto XVI, esa enorme decisión espiritual fruto de su fe en Dios gestada por su libre conciencia, logró lo que buscaba: sacudir al hombre de este tiempo, conmover a la Iglesia. Meditado en la soledad de la oración, coherente con su teología, con su vida austera, con sus profundas reflexiones sobre la fe y la razón, el gesto del Papa, su legado, no fue de abandono, sino de inmolación.
Como nunca antes, el sillón de Pedro quedó vacío no por la muerte de un papa, sino por el fin de un modo de pontificado. Con dos palabras, el Papa que se fue dotó a su gesto de esa condición de histórica bisagra. Cuando Peter Seewald, su biógrafo, le preguntó: “¿Es usted lo último de lo viejo o lo primero de lo nuevo?”, respondió: “Ambas cosas”.
Imágenes sin precedentes contempló esta sociedad globalizada en la última tarde del febrero romano: un papa que se iba para no volver a su ventana sobre la Plaza de San Pedro, un helicóptero que se paseó sobre toda su diócesis, Roma. Imágenes que pudieron expresar tristeza, como en toda despedida, pero que no fueron de luto, aunque algo se enterraba.
Último de lo viejo, primero de lo nuevo,
el Papa que se fue sugirió un rumbo de cambio y conversión.
Se trata de volver a las fuentes, al Evangelio de Jesús,
a la Iglesia Pueblo de Dios, comunidad de creyentes.
La desnudez del sillón comunicó la hondura del gesto que necesitó componer Benedicto para conmover a una Iglesia en tiempos sobradamente difíciles. Alumbró así un gesto liminar, plantó el hito que demandaban estos tiempos de confusión, crisis, perplejidad, desvarío, intrigas y escándalos. El sillón vacío fue eso, denuncia y llamada a la conversión.
Si habló de él hace tiempo, si lo insinuó con detalles pequeños y lo sugirió en articuladas homilías, no ha de extrañar el tiempo eclesial que escogió, la Cuaresma.
Último de lo viejo, primero de lo nuevo, el Papa que se fue sugirió un rumbo de cambio y conversión. Y aunque haya habido intentos de atenuarla, esa sintonía prevaleció en el cónclave. Se trata de volver a las fuentes, al Evangelio de Jesús, a la Iglesia Pueblo de Dios, comunidad de creyentes.
Hace cinco meses, cuando pusimos en marcha la edición para el Cono Sur de la revista Vida Nueva, el arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, nos alentó a que trajéramos “aire fresco que libre a la Iglesia del cansancio que la lleva a esa trampa de quedar encerrada en las que son probablemente las dos más grandes tentaciones que padece: la mundanidad espiritual y el clericalismo. Ambas la van enclaustrando y la convierten no en una Iglesia que camina, que dialoga con el mundo, sino en una Iglesia autorreferencial, fundamentalmente estéril, incapaz de ser fecunda, porque pierde dos cosas fundamentales que la hacen madre: la capacidad de sorpresa y la ternura”.
¿No fue a eso a lo que el papa Francisco convocó a los cardenales en la homilía de su primera misa en la Capilla Sixtina? La gran bisagra ha comenzado a construirse.
En el nº 2.841 de Vida Nueva.