(Vida Nueva) Los obispos presentan su renuncia a los 75 años, pero no siempre se les acepta a esa edad. Dos eméritos, el de Portoviejo (Ecuador), José Mario Ruiz, y el de Vic, Josep M. Guix, nos ofrecen en los Enfoques su opinión sobre un debate candente.
El peligro de envejecer la Iglesia
(+ José Mario Ruiz Navas– Arzobispo emérito de Portoviejo, Ecuador) En las discusiones de los padres conciliares, que atendí como secretario de los obispos ecuatorianos, descubrí la complejidad de este tema. Unos obispos, apoyándose en los Padres de la Iglesia, señalaron la similitud entre el vínculo del obispo con la diócesis y el vínculo matrimonial. Otros padres conciliares no absolutizaron la fuerza de este vínculo. La diversa realidad en la que los obispos ejercitan su ministerio plantea exigencias diversas. Los padres conciliares señalaron motivaciones concretas del posible traslado de un obispo a otra sede. La necesaria experiencia positiva previa, antes de confiar a un obispo diócesis especialmente complejas, es una. Hay otras motivaciones, como la salud. La presencia en el aula conciliar de obispos “bígamos” abonó la posibilidad de traslados.
El señor cardenal Bernardin Gantin, como prefecto de la Congregación, defendió la estabilidad, no sólo por estar fundada en la unión esponsal del obispo con una diócesis, sino también por otra motivación. ¿Cuál? La de impedir que la generosidad de la entrega a Cristo y a su Iglesia se desvanezca con la tentación de quemar valores episcopales como la gratuidad, la sinceridad, la libertad en el altar de la “carrera eclesiática”. Señalo una concreción de esta tentación: los Sínodos de Obispos tienen como finalidad la de expresar con libertad al Papa su percepción de la realidad. Él quiere conocer los diversos aspectos positivos y negativos de una determinada realidad. El Papa, desde una visión mucho más amplia y con la asistencia especial del Espíritu Santo, orienta, decide. En los Sínodos, el obispo puede ser más libre que en su sede, pues en el Sínodo su palabra es una de tantas palabras y puede ser fácilmente completada y corregida. En uno de los Sínodos me pregunté por qué unos pocos obispos se limitan a repetir lo que el Santo Padre ya ha enseñado. ¿Por qué evitan expresar la propia percepción de la realidad? Esos pocos ejercitan más la memoria que la sinceridad y la libertad. ¿Por temor a disgustar?
El Papa, en el Sínodo sobre los Obispos, sometió a discusión la edad establecida de 75 años como edad límite para el ejercicio del ministerio episcopal en una diócesis. En general, los obispos de África sugirieron que se fije en 70 años; los de América Latina votamos a favor de los 75 años; los europeos se pronunciaron por los 80 años.
La diversidad de sugerencias es signo de la complejidad del asunto. Sin embargo, hay elementos claros: el hombre de hoy vive en una realidad que cambia; y él mismo cambia más rápidamente que antes.
La generalidad de los obispos, aunque físicamente conservemos durante más tiempo las energías, psicológicamente nos sentimos menos creativos y capaces de discernir los nuevos signos.
¡Que todavía tenemos energías! A los viejos, o adultos mayores -como prefiere llamarlos la cultura light-, nos queda la tarea de ser testigos de una mayor gratuidad en el servicio y de una alegre esperanza.
Estoy convencido de que las virtudes de las nuevas generaciones son necesarias para que los obispos estén abiertos al Espíritu de Dios siempre joven. Prolongar la edad límite de los prelados conlleva el peligro de envejecer la Iglesia. Y este peligro es un problema más grave que el creado por el aumento del número de “eméritos”.
El Papa, con sus colaboradores puede, por supuesto, considerar casos extraordinarios.
Hace unos años me atreví a someter a juicio del señor cardenal prefecto de la Congregación para los Obispos, quien me escuchó con benevolencia, tres observaciones:
1. La Santa Sede acepta la renuncia con la fórmula “nunc pro tunc”. El tunc queda o quedaba indeterminado. La indeterminación causa problemas de orden diverso: se frena la marcha de la diócesis; aparece una tensión psicológica en el mismo obispo, en el clero, en fieles cercanos a la vida eclesial. Beneficiaría a todos el que la aceptación de la renuncia coincidiera con el nombramiento del sucesor.
2. Demorar nombramientos de obispos hasta que haya candidatos “mejores” supondría esperas demasiado largas.
3. La Santa Sede podría urgir aún más el cumplimiento del deber de los obispos de preparar al clero y de ayudarle a descubrir que la fidelidad a Dios y al hombre exige renovación permanente, también intelectual. El pastoreo episcopal exige también capacidad de discernimiento.
Conservar la legislación, pero dialogar con el obispo
(+ Josep M. Guix Ferreres– Obispo emérito de Vic) Me comentan que algunas voces anuncian como posible o probable una dilación en la edad de jubilación de los obispos, dadas las dificultades crecientes con que tropieza la Santa Sede para proveer las sedes vacantes. Es la única noticia que ha llegado a mis oídos sobre este tema. Se me ha pedido que, como obispo emérito desde hace más de cinco años, manifieste mi parecer sobre este asunto.
Antes, creo conveniente refrescar la memoria de los lectores sobre la legislación canónica vigente y sobre su aplicación en la praxis actual. Hasta el Concilio Vaticano II, los obispos solían envejecer y morir siendo obispos en activo de la diócesis que regían. Algunas veces se les concedía un obispo auxiliar o un obispo coadjutor. Frecuentemente, la diócesis soportaba con resignación la longevidad del obispo diocesano. Fue el decreto Christus Dominus del Concilio Vaticano II el que cambió la legislación y la praxis: “La función pastoral de los obispos es de gran importancia y de gran responsabilidad. Por eso, si los obispos diocesanos, dada su edad avanzada o por otra causa grave, resultan menos aptos para desempeñar su función, se les ruega encarecidamente que ellos, espontáneamente o a invitación de la autoridad competente, presenten la renuncia a su cargo” (n. 21). El canon 401 del Código de Derecho Canónico precisa qué hay que entender por “edad avanzada”: “Al obispo diocesano que haya cumplido setenta y cinco años de edad se le ruega que presente la renuncia de su oficio al Sumo Pontífice, el cual proveerá teniendo en cuenta todas las circunstancias”.
A la luz de los dos textos citados, se ve claramente que no existe una cesación automática, al cumplir la edad, ni siquiera se impone la presentación de la renuncia; simplemente se ruega que lo hagan y estén a lo que disponga el romano Pontífice.
En España, esta presentación se ha convertido en una práctica habitual, observada escrupulosamente al cumplir los setenta y cinco años. Sin embargo, la praxis habitual es que, entre la presentación de la renuncia y la sustitución plena, suele transcurrir más o menos un año (algo más cuando se trata de un arzobispo o cardenal). La Santa Sede conoce con precisión matemática cuándo los distintos obispos van a cumplir los setenta y cinco años. La praxis del año de espera es una prolongación “encubierta”, sin graves dificultades en muchos casos, pero bastante dura para el obispo que ha estado enfermo los últimos años o meses de ejercicio y espera con impaciencia su retiro. Lo digo por propia experiencia: los compromisos que uno tiene que dejar de cumplir; las visitas que recibe en el despacho o las actuaciones en una parroquia, cuando se está bajo los efectos de la quimioterapia; aquellos actos para los cuales uno tiene que sacar fuerzas de flaqueza y hacer de tripas corazón; aquellas misas que uno se ve obligado a acortar para no dejar el presbiterio encharcado y mojados los ornamentos litúrgicos… Todo esto hace sufrir mucho. Por eso opino que, en estos casos, debiera procederse a un relevo más rápido, con todas las garantías que el caso requiera.
Sintetizo en un par de conclusiones mi parecer, puramente personal, sin ninguna pretensión de dogmatismo, sujeto a la posibilidad de error y centrado muy especialmente en la realidad española:
1. Opino que hay que conservar la legislación vigente del decreto Christus Dominus (n. 21) y del canon 401 del Código de Derecho Canónico. Me parecería una ligereza que todas aquellas razones, ampliamente debatidas en el Concilio Vaticano II, durante la discusión del decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos, cayeran en saco roto.
2. En aquellos casos en los que resulte necesario o muy conveniente mantener a un obispo en la diócesis durante un tiempo más largo, creo que sería conveniente que -además de “tener en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia” (canon 1752), la salud del obispo y la reacción de los diocesanos- se dialogara fraternalmente con él. Lo que hemos hecho y muchos obispos siguen haciendo con sus sacerdotes para retenerlos en una parroquia por algún tiempo más, llegada su jubilación, creo que es aplicable al obispo. Yo pondría tres condiciones: que el obispo acepte libremente, ya que tiene derecho a la jubilación; que sea por un tiempo limitado; y que este procedimiento excepcional no se convierta en norma.
En el nº 2.644 de Vida Nueva.