GINÉS GARCÍA BELTRÁN | Obispo de Guadix-Baza
“Las limitaciones de la naturaleza, el encuentro con el sufrimiento y la muerte revelan la necesidad que tiene el hombre de dar sentido a su existencia…”.
¿Juega el hombre a ser Dios al actuar como dueño de la vida y de la muerte, del bien y del mal? ¿Tiene algún límite el mandato divino de someter la tierra?
Sabemos que, desde el comienzo mismo de la humanidad, el hombre ha tenido la tentación de querer ser como Dios. El libro del Génesis nos habla de esta original pretensión. Adán y Eva, sucumbiendo a los halagos engañosos de la serpiente, creyeron ser dueños del bien y del mal. Es la pretensión que ha llevado al hombre, a lo largo de la historia, a querer ocupar el lugar que corresponde solo a Dios.
Al hombre le gusta jugar a ser Dios. Los avances de las ciencias y de la técnica en el mundo moderno han sido un magnífico campo de cultivo para hacer realidad este deseo, al menos aparentemente.
El hombre, llegando a ser dios, se ha atrevido a cuestionar el orden racional de la creación. Las cosas no son lo que son, sino lo que nosotros decidimos que sean. Ninguna instancia externa puede decir que es lo verdadero, sino que es potestad de cada individuo, avalado por la mayoría.
Sin embargo, el juego resultó ser solo un juego. Las limitaciones de la naturaleza, el encuentro con el sufrimiento y la muerte revelan la necesidad que tiene el hombre de dar sentido a su existencia. Son muchos los interrogantes que necesitan respuesta y que el “hombre dios” no es capaz de dar.
En la revelación de Dios encontramos la verdad sobre el hombre. Somos criaturas, y este es nuestro título de grandeza, el que nos otorga la dignidad que nace del ser imagen de Dios. Sería bueno que cayéramos en la cuenta de que la felicidad no está en ocupar el lugar que corresponde a Dios, sino en descubrir el gozo de ser criatura, es decir, que soy el fruto del amor de un Dios que me pensó antes de todos los tiempos.
En el nº 2.827 de Vida Nueva.