SEBASTIÀ TALTAVULL ANGLADA | Obispo auxiliar de Barcelona
A sus pies, y abrazados a ella, hemos pedido que se abran corredores humanitarios. En la Sagrada Familia, con más de dos mil jóvenes y en una noche de oración en la parroquia de Santa Inés de Barcelona, con casi cuatrocientos jóvenes, y en tantos otros sitios de su recorrido por Cataluña, hemos experimentado la atracción de quien se ha identificado con los crucificados de siempre y de hoy.
¿Qué tienen de especial estos dos trozos de madera medio carcomida por el embate de las olas, restos de una patera que quizá no ha podido aguantar el peso humano de tantos que buscan refugio, agobiados y extenuados, símbolo de desesperación?
Esta cruz tiene de especial la fuerza que va abriendo paso a grito limpio, mostrando la insoportable situación de quienes huyen de la guerra, del hambre, de la injusticia, del secuestro, de la tortura y de las mayores atrocidades contra la dignidad de la persona humana. Ya no hay quien detenga el paso de esta cruz, que es brújula segura para enderezar caminos de fraternidad y de convivencia en paz. Una cruz que, en lenguaje de Jesús, es el trago amargo de un cáliz difícil de beber, pero que se convierte en liberación para todos, incluso como ofrecimiento a cuantos pretenden cargarla sobre los hombros de los demás o evitarla para sí mismos.
Mientras los discípulos pretenden puestos de honor y poder, llega el momento en que Jesús les dice: ¿estáis dispuestos a beber de este cáliz? Es la radicalidad del servicio hecho con amor y la verdad de la cruz como paso necesario para la resurrección. Nuestra fe nos está pidiendo ser no solo buenos samaritanos, sino también buenos cireneos que, voluntariamente, se presten para aligerar los sufrimientos de los demás, poniéndonos de su parte y entregando la propia vida, también por amor, como Jesús.
Publicado en el número 3.027 de Vida Nueva. Ver sumario