El fallo de un tribunal de Valladolid que obliga a retirar los crucifijos de las aulas de un colegio público, tras la demanda interpuesta por un padre, reabre un viejo debate sobre el que falta una reflexión de fondo y desapasionada. En las próximas semanas se volverá a pedir, no lo duden, el exilio para pastorcitos, mulas, bueyes, magos y asilados en un gruta de Belén. Y no sólo de los lugares públicos. La norma legal parece clara. Su aplicación en los colegios, dejando la decisión a los consejos escolares, resultaba razonable; en este caso, los padres a favor del crucifijo piden un referéndum. En un país de innegables raíces cristianas, no se entiende que alguien crea que un crucifijo atenta contra la convivencia. Tampoco debiera entenderse como signo de imposición. Lo que sí merma la concordia son actos vandálicos contra símbolos religiosos, como los sufridos por varias de las cruces que hay en la peregrinación a Javier o por el monumento en Cervera (Lleida) a los carmelitas asesinados en la Guerra Civil.
En el nº 2.638 de Vida Nueva.