ALBERTO INIESTA | Obispo auxiliar emérito de Madrid
“Sería conveniente que el arte se inspirara con más frecuencia en la imagen no solo del Crucificado, sino también del Resucitado…”.
La vida cristiana tiene como dos caras de una misma medalla, y no podemos suprimir ninguna de las dos. En el ciclo del año litúrgico –que no es un círculo repetitivo en un mismo plano, sino una espiral ascendente–, hemos pasado de la cuaresma penitencial al gozo pascual, del Crucificado al Resucitado.
San Pablo lo expresa admirablemente en su carta a los Gálatas, que resume las dos caras de esa única realidad: “Vivo crucificado con Cristo (crucificado); pero no soy yo: es Cristo (resucitado) quien vive en mí”. Jesús advertía: “El que quiera ser mi discípulo, que tome cada día su cruz, y que me siga”. A cada día le basta su afán –que no suele faltar–, amén de la cruz de la muerte, que nos espera a todos algún día.
Pero también podemos vivir su alegría en las muchas circunstancias de la vida. El Espíritu Santo sabe muy bien dar consuelo en la vida cristiana, como lo demuestra abundantemente la historia de los santos.
La redención de la humanidad comenzó en la Encarnación y culminó en la Crucifixión, pero no se detuvo entonces, sino que continúa hasta el fin de los tiempos. Entretanto, el Cristo glorioso sigue creciendo, entrando en nuestras vidas por el Espíritu Santo que se nos dio desde el bautismo.
En aquellos tiempos, Jesús no podía manejar un ordenador ni trabajar en una fábrica, pero ahora sí. El Cuerpo Místico de Cristo vive cada día en nuestras vidas. Parafraseando y actualizando a san Bernardo de Claraval, el cristiano debe andar por la vida como el que conduce un automóvil, con una mirada hacia atrás en el retrovisor, y otra, hacia la carretera que tiene por delante.
Sería conveniente que el arte se inspirara con más frecuencia en la imagen no solo del Crucificado, sino también del Resucitado; como, por ejemplo, en el aula de audiencias del Vaticano; en la parroquia de la Resurrección de Albacete, etc. De la cruz, a la luz; del dolor, a la gloria.
En el nº 2.838 de Vida Nueva.