JOSÉ MIGUEL NÚÑEZ, SDB
“[…] Se limita el derecho a ser ciudadanos, a ser lo que somos en la polis, en la res pública, en el tejido social al que se pertenece y se nos encierra en el forro de nuestra privacidad.”
Me parece mentira que en democracias avanzadas, como lo son muchas de las sociedades europeas, quieran hacernos comulgar a los ciudadanos con las piedras de molino de un laicismo decimonónico y dictatorial. La proclamada laicidad que exhiben algunos políticos se ha convertido en beligerante bandera para eliminar la legítima libertad religiosa de la cosa pública.
Soy defensor de la aconfesionalidad del Estado y de la separación de este de cualquier identidad religiosa. Considero absolutamente legítima (¡cómo no!) la pluralidad de confesiones y credos (y el respeto a quien no lo tiene) y apuesto por la interculturalidad de las sociedades complejas. Pero, finalmente, la ridícula laicidad de un Estado se puede convertir –paradójicamente– en una nueva fe manipuladora y excluyente en nombre de la libertad.
Algunos quieren imponer una nueva ideología que erige en absoluto un principio repugnante: no hay café para nadie. Todos igualados en el no-derecho. Ya sé, ya sé. Me dirán enseguida que la libertad religiosa está garantizada en la Constitución y que en privado cada ciudadano puede vivir su credo y las manifestaciones del mismo. ¡Faltaría más! Pero eso no es libertad. Esa es la trampa.
Es decir, se limita el derecho a ser ciudadanos, a ser lo que somos en la polis, en la res pública, en el tejido social al que se pertenece y se nos encierra en el forro de nuestra privacidad.
Ojalá podamos recuperar en España, y en Europa, y conquistar a lo largo y ancho del mundo, la positividad de una laicidad sostenida por una razón plural y libre que respeta a sus ciudadanos por lo que son y por lo que creen sin obligarles a vivir disociados en la delgada línea roja que separa lo privado de lo público. Impropio, a mi juicio, de las democracias avanzadas, consolidadas y auténticamente libres.
En el nº 2.750 de Vida Nueva.