(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid)
“En la escuela de Dios no hay límites, aparte de los que pongamos nosotros por nuestra infidelidad. El Espíritu Santo puede darnos a entender, saborear y vivir todo lo que el Padre quiera que crezcamos en el Hijo”
Toda pedagogía es progresiva, y debe caminar por diversas etapas hacia un fin y una finalidad. La vida cristiana no está exenta de esta dinámica, aunque se da una variedad infinita en su desarrollo, y no pocos casos de lo que podríamos llamar niños prodigios de la santidad. Pero en la providencia de Dios, normalmente parece previsto que nuestro proceso de maduración cristiana sea relativamente largo, en principio, desde el bautismo hasta la comunión por viático, y la Cuaresma es una etapa de especial importancia en ese proceso. Dejando aparte el caso de los catecúmenos que se preparan al bautismo, para el resto de los cristianos es un tiempo de revisión, de purificación y renovación, que culmina en la Vigilia Pascual.
Pero en esta especie de sistema escolar del Espíritu Santo se da una cualidad que no existe en la pedagogía humana, la cual tiene siempre un límite infranqueable en las posibilidades naturales y en la voluntad del sujeto: por muy bien que lo haga y mucho que se empeñe el pedagogo, si el alumno no quiere o no puede, no será posible el proceso de aprendizaje.
En cambio, en la escuela de Dios no hay límites, aparte de los que pongamos nosotros por nuestra infidelidad. El Espíritu Santo puede darnos a entender, saborear y vivir todo lo que el Padre quiera que crezcamos en el Hijo. Unas veces, por medio de la Iglesia, como san Agustín oyendo a san Ambrosio, o Edith Stein leyendo a santa Teresa. Otras veces, a su aire, como García Morente, oyendo música a solas en París, o Etty Hillesum, descubriendo a solas la oración en un campo de exterminio nazi.
Nosotros hemos tenido la gracia inmensa de caer en el colegio de la Iglesia, donde se nos facilita el encuentro con Dios, en sus múltiples formas de vida espiritual, principalmente en el sistema escolar de la liturgia, como cauce principal, donde el Espíritu Santo nos anima a pedir y esperar lo que de antemano nos quiere dar.
En el nº 2.654 de Vida Nueva.