La excelencia

(María de la Válgoma– Profesora de Derecho Civil en la Universidad Complutense de Madrid)

“La excelencia la tienen los que actúan muy por encima de lo que es exigible: la enfermera que da la mano a un anciano moribundo al que nadie acompaña, los padres rotos de dolor por la muerte de su joven hijo y que no dudan en donar sus órganos…”

A este título hay que empezar por ponerle el artículo, para que, al menos a los de mi edad o edades similares, no nos suene a otra cosa. Con excelencia me refiero a esa cualidad de las personas o de las cosas, equiparable a la perfección, a la bondad en grado superlativo. Por eso me indigna una utilización torticera del término. Así, en un dominical del 12 de octubre, leo: “El que se gasta un millón de euros en un reloj sabe lo que es la excelencia”. La frase ha salido de los labios de un relojero suizo, un tal Franck Muller, que según el mismo periódico, “ha traído la modernidad a la tradición suiza”. 

La declaración de este señor me parece radicalmente inmoral, como radicalmente inmoral me parece comprar un reloj de un millón de euros, en cualquier caso, y más con la que está cayendo. Si alguien compra un reloj de ese precio, es evidentemente para mostrarse con él, para lucirlo, como signo de poder, del poder burdo que da el dinero. 

Cuando éramos pequeños, aprendimos un refrán que decía: “La avaricia rompe el saco”, y que podría aplicarse de una manera literal a lo que ha ocurrido con la codicia del mundo financiero, con la codicia de tantas personas concretas de ésas tan excelentes que gastarían un millón de euros en comprar un reloj. 

No, la excelencia la tienen los que actúan muy por encima de lo que es exigible: la enfermera que da la mano a un anciano moribundo al que nadie acompaña, los padres rotos de dolor por la muerte de su joven hijo y que no dudan en donar sus órganos, el inmigrante que encuentra una cartera con un dinero que sería vital para él y que va de inmediato a devolverla. Conocen, en suma, la excelencia, aunque no lo sepan, todos los buenos samaritanos, que viven muy lejos de Wall Street, muchos de los cuales ni siquiera tienen reloj, pero gracias a ellos el mundo es un lugar más luminoso.

En el nº 2.633 de Vida Nueva.

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