(Ángel Moreno, de Buenafuente) Durante unos ejercicios espirituales, una joven religiosa, con lágrimas en los ojos, me relataba que había llegado al límite de su capacidad de resistencia. Se había agotado, ya no tenía aceite en su lámpara. No veía salida a su situación de desesperanza. Su esfuerzo, su trabajo, su profesión, su vida comunitaria, la habían llevado a una soledad insufrible. Volvería a su casa, con los suyos, aunque esto no le daba paz.
Desconsolada, se adentró en el monte, llorando y rezando. Sentada en medio del campo, observó que iba a haber tormenta, porque las hormigas estaban muy afanadas, y se fijó sobre todo en una de ellas, que había tomado una carga que parecía que no iba a poder acarrear. Inmediatamente se sintió reflejada en esa hormiga.
Continuó llorando y rezando, pasó el tiempo y volvió a mirar a las hormigas, y ¡cuál fue su sorpresa cuando observó que la hormiga sobrecargada estaba llegando a su hormiguero! Inmediatamente pasó por su mente un pensamiento: “A nadie se le impone una carga mayor de la que puede llevar”. Comenzó a dar vueltas al pensamiento, que iba tomando fuerza en su interior, hasta llegar a comprender que su huida era cobardía, que su decisión era injusta.
Mientras me relataba la vivencia, seguía llorando, pero de agradecimiento a Dios, porque le había hablado al corazón.
En el nº 2.658 de Vida Nueva.