La Iglesia ha perdido poder, ¿también autoridad?

La Iglesia ha perdido poder, ¿también autoridad?

Ilust Autoridad Iglesia(Vida Nueva) Cada vez se escucha menos a la Iglesia española. ¿Es porque ya no tiene el poder que tuvo, o porque le falta autoridad moral? En los ‘Enfoques’, analizan este delicado asunto el periodista Norberto Alcover y el profesor de Teología Moral, Ángel Galindo.

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Un problema de discernimiento

Norberto Alcover(Norberto Alcover, SJ- Periodista y escritor) La Iglesia católica en España, concebida como institución jerarquizada y protagonizada en exceso por sus sectores más conservadores, ha perdido aquel lugar social del franquismo, cuando surgió un Nacionalcatolicismo que sustituía la realidad mediante el acatamiento exterior de las conciencias. La realidad estaba interiorizada, como se ha demostrado luego, ya en democracia, pero los españoles, siempre acomodaticios, preferían someterse al imperio de la ley religiosa como referente ético y también sociopolítico. Un solo Régimen, una sola Iglesia, una sola Ética, un solo destino en lo universal. Y después, la vida eterna. Pero la interioridad de las conciencias era otra cosa, muy diferente a los usos externos. Menos problemas, al precio de una menor libertad.

Y llegó la Asamblea Conjunta, seguida del Vaticano II, en el contexto de los sesenta y sus desconcertantes epígonos de todo tipo: desde la moralidad costumbrista zarandeada al interrogante intelectual por la verdad y la Verdad. Las cosas comenzaron a cambiar. Baste recordar Cuadernos para el Diálogo, por ejemplo, como signo de una seglaridad en libertad de pensamiento, sin olvidarnos de esta misma Vida Nueva, transmisora de las sesiones conciliares con un verismo existencial y teológico de altísimos vuelos. En el seno del Episcopado se contradecían dos tendencias. De una parte, la de un sector preocupado por la abdicación secularista que significaba el Concilio, que era mayoritaria, y de otra, la liderada por el cardenal Tarancón, que acabaría por hacerse presente en la Transición política, hasta la Constitución de 1978.

Durante años, ambas tendencias parecieron sobrevivir bajo la égida taranconiana, pero inmediatamente resurgió la más conservadora e impuso de nuevo sus criterios, métodos, censuras y, sobre todo, su alergia a cuanto oliera a una inculturación sospechosa de contaminación. Y desde 1982, con la victoria del PSOE, esta corriente eclesial se subió al puente de mando y nunca ha dejado de estar ahí. Entre Iglesia y Estado o, mejor, entre Iglesia católica y Gobierno socialista, se habían roto los puentes ideológicos y, como resultado, la Iglesia comenzaría a perder presencia sociológica. En otras palabras, poder teórico y fáctico.

Todo se complicó para conservadores y avanzados, muchos militantes en una socialdemocracia a la europea, pero contemplada como el apocalipsis. Tal político tan siquiera se contemplaba como adversario. Era el nuevo enemigo de la Iglesia, y algunos comenzaron a hablar de que retornaba el 36. El pánico exagerado concibió fantasmas, mientras entre los socialistas surgían airadas voces acusatorias del hecho religioso, en un delirio revanchista sin excusa. Del palio habíamos pasado a la demonización. Y tras el paréntesis de Aznar, que para nada impidió el proceso secularista (antes bien, lo aceleró al incrementar la animadversión antieclesial), estamos en manos de Zapatero, increyente que desea eliminar toda presencial social de la Iglesia y reducirla al interior de los templos y las conciencias. De la demonización al desprecio más absoluto. Y la contradicción eclesial, en aumento.

Sumidos en una sociedad secularizada y materialista, impregnada de un laicismo operativo que irá a más, nuestra Iglesia puede llevar a cabo dos actuaciones. La primera, insistir en la recuperación de su poder social para volver a impregnar al conjunto histórico español de su eticidad absoluta, suponiendo que aún sea fuente de autoridad moral para el conjunto de los españoles. Un sector conservador, en ocasiones a ultranza, está en ello. La segunda, iniciar un discernimiento espiritual (que implica un análisis contextual histórico) para descubrir los caminos exigidos por la presencia misteriosa pero detectable del Señor Jesús en la España actual, y así insistir, rectificar, crear, ser capaz de responder a la cultura dominante con una cultura de la encarnación discernida. Lo que hace años se llamó fidelidad creativa, que define a un centro eclesial que juega la carta de la reconciliación en libertad y respeto.

Nuestra Iglesia debería hacer una sana y sabia autocrítica, escuchado no sólo a quienes la vitorean acríticamente, sino aceptando las opiniones de los que la aman desde un permanente referente evangélico y la someten a interrogantes para discernir la realidad. Sin una crítica así, no sólo seguiremos perdiendo poder (de suyo positivo), sino autoridad moral para decir una palabra evangelizadora al estilo de Jesús: que para resucitar, se hace preciso morir a todo egoísmo. Cada uno verá.

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Mirarse en el espejo del Evangelio

Ángel Galindo P(Ángel Galindo García– Profesor de Teología Moral de la UPSA) Es evidente que, en las últimas décadas, la Iglesia católica ha perdido ‘poder’ en España. Pero es preciso recordar aquí la distinción clásica entre potestas y auctoritas para preguntarse si también ha perdido autoridad.

Los obispos e instituciones religiosas, atendiendo a las peticiones de numerosos movimientos laicales, fueron abandonando situaciones de poder durante los últimos veinte años de la época franquista. Al menos desde 1958, la Iglesia comienza la transición. Se siente apoyada por algunos grupos, partidos y sindicatos, que son acogidos por ella misma en clandestinidad. Pero seríamos injustos si olvidáramos que, a partir de los años setenta, otros grupos entran también en la escena de la Transición apoyados por movimientos políticos extranjeros. Estas fuerzas, en conexión con las instituciones sociales, han ido anulando el poder de la Iglesia católica. Junto a esto, ha surgido una estrategia para anular la autoridad moral, científica, cultural, educativa, servicial que la Iglesia tenía, aunque la finalidad es desprestigiar los valores propios del cristianismo.

Más que la Iglesia, lo que estorban hoy son los valores cristianos. Hasta ahora, la diana era la Iglesia; sin embargo, el punto de mira actual está en los valores y signos cristianos. Comenzaron con el concepto cristiano de fraternidad, sustituido por el de solidaridad. Siguieron con el valor antropológico, identitario del cristianismo, del amor y la caridad. El amor quedó empobrecido con la expresión ‘hacer el amor’, y se infantiliza la ‘caridad’ suprimiendo la carga de justicia inherente a ella. Podíamos seguir recordando los ataques dirigidos contra valores como la humildad, el perdón, el símbolo de la Cruz unido al amor, la moral…

Pero si es verdad que se ha ido minando la autoridad de la Iglesia, también lo es que su misma organización interna y el comportamiento débil de algunos de sus miembros hacen que vaya perdiéndose su autoridad. La Iglesia deberá hacer autocrítica y sacar a la luz el resultado de su discernimiento desde un examen de conciencia profundo y reconocer las tensiones internas que existen, y con las que aparece su dimensión pecadora, muchas veces utilizada por fuerzas contrarias a la misma: la tensión entre los religiosos ‘regulares’ y los ‘seculares’; el excesivo maridaje de algunos grupos significativos con políticos socialmente señalados (cristianos pro socialismo, Asociación Juan XXIII, identificación con sistemas políticos concretos, monopolización eclesial por parte de algunas diócesis españolas, demonización de centros e institutos teológicos católicos). Éstos y otros muchos signos manifiestan el talante caduco de algunos miembros de la Iglesia católica y la lucha por el poder religioso en el interior de la comunidad cristiana.

Sin embargo, hay colectivos que ofrecen propuestas de justa autoridad sin autoritarismo, haciendo valer la verdadera autoridad de la Iglesia. Véase la presencia sufrida y silenciosa de miles de sacerdotes que, al contrario de lo que han hecho otros colectivos sociales como maestros y médicos, permanecen en parroquias de las zonas rurales cerca de la gente sencilla y pobre que ve cómo el mundo rural queda marginado por los poderes; no podemos olvidar la multitud de gentes, religiosos y laicos cristianos, que han optado por atender a los necesitados en el mundo de la enseñanza y la sanidad, sin olvidar su loable dedicación en Caritas y Manos Unidas.

Sin duda que la democracia está en peligro en España y en Europa. Ésta no es la democracia con la que soñábamos en los sesenta. Pero no es la Iglesia la que está minando los movimientos democráticos españoles. Al contrario, es claro el apoyo que le ha mostrado desde los años cincuenta, aunque en su interior no siempre brille este estilo de gobierno, comprensible, por otra parte, ya que tanto la familia como la Iglesia no tienen por qué ser democracias –esto no es óbice a que utilicen formas democráticas–, sino estados de vida.

En la transición, la Iglesia fue escuchada, eco que ahora se intenta apagar. Hoy, su voz no es escuchada porque los valores evangélicos chocan con las estructuras actuales de poder. Existe una legislación europea claramente excluyente de lo religioso. A la Iglesia se la quiere apartar de la sociedad con la estrategia de reducirla al campo de lo privado o la sacristía.

Si la Iglesia ha perdido o se ha desprendido del ‘poder’ responde a uno de los objetivos del  Vaticano II. Sin embargo, si pierde autoridad, ha de preguntarse sobre su fidelidad al Evangelio del Jesús que hablaba ‘con autoridad’; y, si la Iglesia es marginada o silenciada, la misma democracia habrá perdido un importante apoyo para su supervivencia.

En el nº 2.706 de Vida Nueva.

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