Algunos líderes ortodoxos serbios animan a reconquistar el territorio por las armas
(José Carlos Rodríguez) Fue el último capítulo de la disolución de la antigua Yugoslavia. El 17 de febrero, a las tres de la tarde, los 109 diputados presentes en el Parlamento de Kosovo aprobaron la independencia unilateral de su país. Faltaban los 11 representantes de las minorías, incluidos los serbios, que boicotearon el acto. La alegría desbordante de la mayoría albanokosovar, que se festejó durante días en las calles de la capital, Pristina, contrastó con el rotundo rechazo de Serbia, cuyo primer ministro, Vojislav Kostunica, afirmó que “no debe haber un solo serbio que reconozca una partición ilegal del país”. Los sentimientos serbios de sentirse incomprendidos y sus mitos de pueblo martirizado –que alimentaron las guerras de los Balcanes– volvieron a aflorar entre una población que se considera “traicionada” por la Unión Europea.
Serbia considera a Kosovo como el corazón histórico de su cultura, presente en los numerosos monasterios de la Iglesia Ortodoxa, algunos de cuyos líderes –como el patriarca Artimija de Gracanica– llegaron a pedir a Belgrado que comprara armas a Rusia para reconquistarlo. La declaración de independencia provocó una cascada de reacciones a favor y en contra. La Unión Europea, que reaccionó con rapidez en los 90 para poner fin en los Balcanes a unas guerras que de ningún modo quería a sus puertas, evidenció la división de sus 27 miembros. Francia, Alemania, Italia y el Reino Unido se apresuraron a reconocer al nuevo Estado, que también contó con el respaldo de EE.UU. y otros diez países. España no lo hizo. A juicio del ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, la declaración es “ilegal” porque “no tiene la base suficiente de legalidad internacional que España siempre defiende”. Esto reflejaba su interés por no alentar más secesiones en Europa. España consiguió que la Unión Europea declarara que el caso de Kosovo es único y que no constituye ningún precedente aplicable a otros conflictos. Rusia, que alberga fuertes tensiones étnicas y ansias independentistas en territorios como Abjazia y Chechenia, intentó en vano días antes de la declaración que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tomara cartas en el asunto, posición que también respaldó China, pero la división entre los cinco miembros permanentes con derecho a veto hicieron imposible que saliera adelante.
Los 16.000 soldados (620 españoles) de la fuerza multinacional KFOR continuarán en el país (no tiene ejército propio) para garantizar la seguridad. La ayuda de la UE, que aportará 500 millones de euros en los dos primeros años, será clave para intentar estabilizar Kosovo.
Reconciliación, sueño para minorías
Cuando, en julio de 2005, participé en un curso sobre resolución de conflictos en Birmingham, entre los líderes de grupos de paz venidos de los lugares más violentos del mundo me llamó la atención el testimonio de Ismail, un albanokosovar que dirigía una ONG en Mitrovica (al norte de Kosovo) para buscar el entendimiento con sus vecinos serbios al otro lado de la ciudad, separada por un puente sobre el río Íbar. A pesar de vivir a pocos cientos de metros de distancia, los miembros de ambas etnias enfrentadas no tenían más remedio que salir del país y reunirse en algún hotel de la vecina Macedonia, actividad que realizaban cada pocos meses. Allí hablaban de cómo cada una de las dos partes había sufrido durante la guerra de 1998-1999 y anhelaban un futuro en el que vivieran reconciliados. En su propia ciudad hubiera sido imposible.
Sospecho que los colegas serbios de Ismail que viven al otro lado del río, donde la cólera desatada contra los albaneses sólo ha sido contenida por los soldados de la fuerza multinacional, habrán tenido estos días que guardar silencio para no aparecer como sospechosos de traición ante sus propios familiares. En situaciones de conflicto, cuando los gritos de los radicales ahogan al sentido común de los moderados –que suelen ser minoría– siempre les toca la peor parte. Detrás de la ira a menudo se esconde el miedo, en este caso a que los albaneses atravesarán el puente fusil en mano. Algo tan elemental como el mirarse a los ojos, hablar y escuchar termina por disipar los miedos que desatan las guerras. Los que han intentado cambiar la violencia por las palabras, como Ismail y sus amigos, lo tienen ahora difícil, pero merecería la pena que siguieran intentándolo, aunque para ello no tengan más remedio que seguir reuniéndose fuera de su propio país.