(Austen Ivereig– Corresponsal de ‘Vida Nueva’ en el Reino Unido) Dadas las relaciones turbulentas entre la Corona inglesa y la Santa Sede a lo largo de los siglos, la primera visita de Estado de un papa al Reino Unido, la de Benedicto XVI entre el 16 y 19 de septiembre, ofrece una oportunidad singular para la “sanación de memorias”, según el folleto oficial publicado por la Iglesia católica británica.
Las resonancias históricas son llamativas. El Papa será recibido por la reina Isabel II en Escocia –a diferencia de Inglaterra, allí no es jefa de la Iglesia– en Holyroodhouse, su residencia oficial en Edimburgo, sede de la reina católica Mary hasta su ejecución en 1587 por la protestante reina Isabel I. Al día siguiente, Benedicto XVI pronunciará un discurso ante mil parlamentarios y líderes civiles en el Palacio de Westminster, en la misma sala donde fue sentenciado a muerte (san) Tomás de Moro por Enrique VIII, por negarse a aceptar al rey como gobernador supremo de la Iglesia. Esa noche, el Papa rezará con el arzobispo de Canterbury en la iglesia oficial de la familia real, Westminster Abbey, ante la tumba del rey Eduardo el Confesor, recuerdo de una época anterior a la Reforma, cuando la Iglesia era una y el Estado, cristiano.
Sigue siéndolo, a nivel oficial. El Estado británico no es secular; hay obispos de la Iglesia establecida con asientos en la Casa de los Lores, y la mayoría de los colegios católicos y anglicanos son estatales. Pero el Estado hoy en día refleja el alto grado de agnosticismo y escepticismo religioso en la sociedad británica, y en los últimos años se ha mostrado cada vez menos abierto a equilibrar las libertades religiosas con la legislación antidiscriminatoria. Los nuevos vientos fríos se hicieron notar en 2007, al final del Gobierno de Tony Blair, cuando el gabinete votó en contra de otorgar a la Iglesia la exención de nuevas leyes antidiscriminatorias diseñadas para ampliar los derechos gays. El resultado fue la clausura de trece agencias de adopción católicas, que querían el derecho a discriminar (lo que la Iglesia llama una “justa discriminación”) a las parejas gays como padres adoptivos. Fue un paso decisivo: Blair, entonces primer ministro, quiso la exención, y la Iglesia suponía que la tendría, pero los secularistas ganaron.
La Iglesia se dio cuenta de que tendría que hacer un esfuerzo para defender su espacio en la esfera pública. Para los obispos –bajo el liderazgo de un nuevo arzobispo de Westminster, hábil y estratégico, Vincent Nichols–, la naturaleza estatal de la invitación al Papa ofrece una magnífica oportunidad. No sólo las audiencias privadas con la reina y el primer ministro conservador David Cameron, sino también el discurso en el Parlamento, darán una plataforma al Papa para argumentar –siguiendo la línea de su encíclica Caritas in veritate– que una democracia sana depende de una sociedad civil vigorosa, que a su vez depende de una libertad religiosa amplia.
Este principio de subsidiariedad –que va en contra del ciclo vicioso moderno de un libre mercado que fragmenta la sociedad, conduciendo a un estado cada vez más grande y abrumador– es lo que presupone la visión clave del actual Gobierno de coalición conservador-liberal. El primer ministro Cameron ha dicho que quiere fomentar una Big Society, desencadenar las energías del sector voluntario para crear una sociedad más humana. Este nuevo discurso conservador ha estado muy influenciado por el intelectual Philip Blond, cuyas ideas se han nutrido, a su vez, del pensamiento político de los católicos italianos, como declaró hace dos semanas en el anual Meeting organizado por Comunión y Liberación en Rímini, Italia.
Visión compartida
La invitación original al Papa fue emitida por el anterior Gobierno laborista, que justificó los costos de la visita –el Estado paga los costos de los elementos estatales de la visita; la Iglesia los elementos pastorales– refiriéndose a la Iglesia católica como socia del Reino Unido en temas como el desarrollo en los países pobres. El nuevo Gobierno ha mantenido esta justificación y ha añadido esta visión compartida de una sociedad civil vigorosa. El Papa argumentará que esto supone una plena libertad religiosa.
Para los católicos, el momento más importante será el último día, cuando el Papa beatificará al cardenal John H. Newman en una misa no lejos del oratorio que él fundó, cerca de Birmingham. Para los anglicanos de tendencia católica, que se encuentran en un momento decisivo desde que el Sínodo de la Iglesia de Inglaterra aprobó la ordenación de mujeres como obispos, será también un momento especial. Newman fue la figura anglicana más famosa del siglo XIX, el líder del movimiento Oxford, que buscó restaurar a la Iglesia de Inglaterra su catolicidad, pero quien, a los 44 años, finalmente se convirtió a Roma, lo que provocó un escándalo tremendo. Benedicto XVI es un admirador profundo de los escritos de Newman, cuya trayectoria demuestra el coraje de un intelecto dispuesto a seguir la luz de la Verdad por donde le condujera. Para el Papa –que está rompiendo sus propias reglas al beatificarle en su tierra natal–, el tema de la “conciencia” es fundamental: buscará demostrar que lo que entendía Newman por “seguir su conciencia” está muy lejos de la corrupción moderna individualista y relativista del concepto de conciencia. Lo hará en el país escéptico de Europa por excelencia; tal vez sea éste el momento donde más claramente se oponga a la “dictadura del relativismo”.
El Papa encontrará una Iglesia católica británica que goza de relativa buena salud, después de muchos años de declive en términos de asistencia dominical y sacramental. El porcentaje de los que se declaran católicos es el 10% –cerca de 6 millones–, un aumento sustancial desde 2001 (4 millones). El aumento se debe, en gran parte, a la inmigración: es imposible visitar una iglesia londinense sin encontrarla llena de un sinnúmero de nacionalidades. Pero fuera de las grandes urbes, la imagen es muy diferente: la antigua población católica, basada en la inmigración irlandesa, se ha secularizado a medida que ha subido en la escala social. La contribución católica al bien común británico, no obstante, es mucho más grande: la popularidad de sus 2.300 escuelas y el vigor de sus agencias caritativas –en especial, el cuidado de los ancianos– son señal de una Iglesia que juega un papel desproporcionado en la sociedad. La visita papal es un momento para poner foco en esa contribución, para invitar al pueblo británico a prestar atención a estos frutos y mirar lo que está detrás de ellos.
Hay protestas, no de protestantes, sino de secularistas y ateos que se han unido bajo la bandera de la coalición Protest the Pope. Argumentan que el Papa como líder religioso es libre a venir, pero no se le debería recibir como invitado estatal, dadas las posiciones católicas que –alegan– son contrarias a los derechos humanos. Pero la oposición a la visita no es amplia. Nuevos sondeos demuestran que sólo el 5% de los británicos están en contra; la mayoría son indiferentes. Además, muestran el respeto que tienen los británicos hacia una Iglesia de fuertes convicciones, aun cuando no las comparten. A medida que se acerque la llegada de Benedicto XVI, es posible que la indiferencia se convierta en actitudes más positivas, además de negativas: una serie de documentales críticos sobre la crisis de los abusos sexuales clericales y el celibato en vísperas de la visita podrían afectar a la opinión pública. Pero ver al Papa en la plaza de Parlamento, reuniéndose con el primer ministro y dirigiéndose a las muchedumbres en Hyde Park harán ganar mucho a la buena voluntad de la población.
Abrir un nuevo espacio
Va a ser un viaje repleto de momentos llamativos y delicados, de resonancia histórica y de paradojas. El Papa viene al corazón de la libertad y del escepticismo, a una de las sedes mundiales del capitalismo, ante la tela de fondo de una historia turbulenta entre Corona y papado. Si consigue romper unas imágenes muy arraigadas del catolicismo y abrir un nuevo espacio para la Iglesia en la esfera pública –si es escuchado con respeto y abertura–, sus jornadas en el Reino Unido serán vistas como un éxito cuyo legado dará muchos frutos.
En el nº2.720 de Vida Nueva.
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