AMPARO CUESTA, misionera de Nuestra Señora de África | En los años 70, África seguía siendo un continente desconocido y misterioso. Y yo quería ir allí. Pero mi vocación no había nacido por una atracción a unas tierras misteriosas o por un ansia de aventuras. Mi vocación –lo recuerdo muy bien, porque hay momentos que no se borran de nuestra memoria– viene de un encuentro con Cristo en una capilla donde yo me encontraba sentada, esperando a que terminara un grupo de misioneros que habían ido a hablar sobre África. Jamás había pensado en hacerme misionera para toda la vida; solo quería colaborar, irme un tiempo a África o a América Latina y ayudar un poco.
Pero el Señor tenía otros planes para mí y aquella tarde, cuando miré al crucifijo que colgaba en el altar, sentí como si el Señor me hablara y me dijera que quería que le siguiera. Cuando salí, mi vida iba a dar un giro totalmente inesperado y el sentimiento de lo que experimenté aun lo recuerdo con fuerza.
Un año después, entraba en la Congregación de las Misioneras de Nuestra Señora de África, fundadas por el cardenal Lavigerie, igual que los Misioneros de África (Padres Blancos), dedicada exclusivamente a África. Todavía tardaría cuatro años más en pisar ese continente y Malawi, pero fue ese encuentro personal con el Señor el que me ha acompañado y dado energías, vitalidad y fuerzas durante toda mi vida.
Malawi es un pequeño país de mil kilómetros de longitud situado en el sureste de África, y que se llamaba Nyasaland en la época en que estaba colonizado por los ingleses. Recuerdo muy bien que cuando quise mandar un paquete de libros antes de ir allí por primera vez, en la oficina de Correos no sabían ni qué era ni dónde estaba Nyasaland.
Malawi significa, en la lengua vernácula, “el corazón cálido de África”, un nombre perfecto para definir bien a sus habitantes, sus colores, sus paisajes y hasta sus olores. Pero al principio no fue todo un camino de rosas o como yo lo había soñado. La realidad se impuso enseguida. El viaje desde Europa costaba casi una semana. Mi maleta nunca llegó y no tenía ni para cambiarme de ropa… Y ya en Malawi, me llevaron a un hospital de misión, llamado Nkhamenya, en un área rural y que carecía de médico.
A los dos días de mi llegada viví mi “bautismo de fuego”, que me abrió los ojos a la realidad en la que me encontraba: una niña preciosa de unos seis años murió a los pocos minutos de llegar al hospital de malaria cerebral, y antes de que yo pudiera encontrarle una vena e inyectar quinina. Los lloros y gritos de sus padres me partieron el corazón y me hicieron huir del hospital y refugiarme en mi habitación.
Aquella noche toqué fondo
y, si alguna vez tuve un atisbo de ser algo especial,
lo perdí en ese instante.
“Vale, Tú me has traído aquí
y Tú te encargas, yo no puedo”.
Espontáneamente me dirigí al Señor y le dije que me marchaba, que aquello no podía resistirlo. ¿Que podía hacer yo? Sin médico ni medios, sin saber su lengua, su cultura, una extranjera… Aquella noche toqué fondo y, si alguna vez tuve un atisbo de ser algo especial, lo perdí en ese instante. “Vale, Tú me has traído aquí y Tú te encargas, yo no puedo”, le dije, y creo que después caí dormida como un saco. No me fui. ¿Qué hubiera sido de mí si hubiera huido? Desde ese momento, ni malarias, epidemias de cólera o lluvias torrenciales las viví ‘sola’. Él nunca me abandonó.
Después hubo otros hospitales y el programa de enfermos de sida. La gente de Malawi modeló mis ideas, me aportó alegría, me enseñó el valor de las relaciones humanas por encima del valor del tiempo y el trabajo, aprecio por la naturaleza, la hospitalidad, el sacrificio, el esfuerzo y que se puede sufrir mucho sin llegar a estar nunca derrotada. Me enseñó que el don más precioso que hemos recibido de Dios es el de la vida y que vale la pena vivirla. Malawi se convirtió en mi hogar y me marcó para siempre.
En los años 90 ya no parecía tan difícil viajar a África, y a Malawi llegaron algunos jóvenes voluntarios españoles que querían ayudar a los más desfavorecidos y lo hacían durante sus vacaciones. Era el momento de los laicos. El Espíritu soplaba con fuerza. De aquella época surgieron lazos y amistades que aún conservo. Malawi nos ha unido con su corazón cálido y sé que a ellos también les ha cambiado la vida.
Hoy en día, la misión ya está en todas partes. Vivimos en un mundo global. Y África ha venido a nuestro encuentro, porque sigue siendo un continente explotado por los países más ricos, lo mismo que lo era en la época colonial. Ahora compramos o nos apoderamos de sus tierras y riquezas a bajo precio y la violencia que sufren muchos de sus países es causa de hambrunas y desplaza a millones de sus hogares. Pero ya no podemos ignorarlo. Los medios de comunicación nos informan todos los días de ello, por lo que estoy convencida de que ya no basta la solidaridad. Ahora, la misión pasa, ante todo, por ejercer la justicia.
En el nº 2.772 de Vida Nueva.
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