(Antonio Gil Moreno) La Pascua nos empapa por los cuatro costados. Y, cada domingo, los evangelistas se esfuerzan en transmitirnos tres hermosas convicciones: primera, la resurrección no ha sido la invención de gente crédula, predispuesta a creer, sino realidad que se impone; segunda, las Escrituras proponen las claves para interpretar correctamente el sentido de la muerte y resurrección del Mesías; tercera, ahora, nosotros somos testigos de la resurrección.
Y ¿cómo ser testigos? Muy fácil: con una palabra amable, con una sonrisa serena, con un gesto hermoso, con unas manos extendidas para el abrazo de la paz. Me impresionó mucho lo que contaba Edith Stein a propósito de su conversión. Fue cuando murió uno de sus grandes amigos universitarios, en el frente de batalla, durante la Primera Guerra Mundial. Edith viajó hasta Friburgo para asistir a los funerales y darle el pésame a la viuda de Adolf Reinach. La entereza de su amiga Ana, su confianza serena en que su marido estaba gozando de la paz y la luz de Dios, reveló a Edith el poder de Cristo sobre la muerte. Se encontró con algo inesperado: una paz que sólo podía tener un origen muy superior a todo lo humano. Y confesaba Edith Stein: “Allí encontré por primera vez la Cruz y el poder divino que comunica a los que la llevan”.
¡Qué fácil es ser testigos, tantas veces! Basta ofrecer un poco de paz en la bandeja de nuestro semblante iluminado.
En el nº 2.659 de Vida Nueva.