JUAN RUBIO | Sonrisa tímida la de Joseph Ratzinger mientras proclamaba beato a su antecesor. Sonrisa serena la de Karol Wojtyla desde el tapiz colgado justo detrás. Sonrisas cómplices entre dos viejos amigos con biografías distintas, pero convergentes. Polonia y Baviera. Comunismo y nazismo.
En el erial que dejó la guerra, ambos buscaron en el sacerdocio una manera de vivir y sembrar; de servir y amar. Uno, en la briega pastoral ante el ateísmo; y otro, en el estudio sistemático ante el secularismo que se abría paso. Ambos trabajaron el Vaticano II; uno en la Gaudium et Spes y otro en la Lumen Gentium. Aplicaron el Concilio con ilusión y temieron el vendaval de reformas. Se necesitaban y estrecharon sus manos en Roma para conducir a la Iglesia al Tercer Milenio. Cuajaron este pontificado histórico con luces y sombras, pero significativo. Benedicto XVI va concluyendo, con voz propia y estilo personal, las grandes líneas del pontificado de Juan Pablo II.
Posiblemente se sonrían cuando oyen decir que a “Wojtyla se le iba a ver y a Ratzinger a escuchar”, como si no hubiera habido transfusión de ideas y palabras. Hoy Benedicto XVI ha convertido la palabra en oración y la idea en doctrina.
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En el nº 2.752 de Vida Nueva.
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