Luces y sombras de esta compleja realidad asociativa
FERMÍN LABARGA, director del Secretariado de Hermandades y Cofradías, Diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño | El papa Francisco ha insistido a menudo en que la piedad popular es “un tesoro” de la Iglesia. Probablemente, en España, con manifestaciones de piedad popular tan ricas, variadas y abundantes, no nos percatemos bien de ello. Pero, desde donde no existen, nos llegan avisos para que las pongamos en valor y las cuidemos como “un tesoro”.
En Semana Santa, no hay lugar pequeño ni grande donde las cofradías y procesiones pasen desapercibidas. Lo mismo sucede, aunque de otro modo, en Navidad, cuando la preciosa tradición de los belenes contribuye a que todos conozcan el nacimiento del Salvador. Ahora, las cofradías, con el redoble de tambores, sus túnicas, las procesiones y las imágenes en la calle, proclaman con elocuencia maravillosa la gran noticia de la Redención obrada por Cristo mediante su Pasión, Muerte y Resurrección.
Mi experiencia de casi veinte años de trabajo en este campo pastoral, así como la de otros muchos compañeros sacerdotes, me permite señalar cuáles son las luces y sombras de esta compleja realidad asociativa que son las cofradías.
Luces hay muchas: es un hecho cierto que reúnen a gran cantidad de personas, incluido un tanto por ciento muy notable de jóvenes (quizá más que ningún otro sector o movimiento eclesial); se están tomando muy en serio la labor caritativa, que en estos tiempos de crisis se ha visto muy incrementada, aunque siempre con gran discreción; promueven una labor interesantísima entre sus hermanos, convirtiéndose en potentes redes de sociabilidad durante todo el año; y, sobre todo –este es su fin primordial–, contribuyen a la promoción del culto público, singularmente mediante las procesiones, que además de congregar a millones de personas en toda España, constituyen una manifestación inigualable de fe inculturada.
Pero también hay sombras. Quizás el mayor reto hoy de las cofradías es la formación cristiana de sus hermanos. Aunque no constituyen una excepción en el marco más amplio de la Iglesia. Me consta que hay muchos proyectos en marcha y algunos con muy buenos resultados, pero a todos nos gustaría, empezando por los capellanes o directores espirituales y las juntas de gobierno, que nuestros cofrades se tomaran en serio vivir como auténticos cristianos. Cofrades –los hay, y conozco a unos cuantos– que fueran testigos de la fe en medio de este mundo secularizado.
Porque un cofrade, si no es un cristiano convencido, tarde o temprano sucumbirá al avance de una secularización que, por desgracia, aunque sibilinamente, afecta también a las cofradías y a las procesiones.
Ahora bien, por encima de cualquier otra sombra, se presenta cierto déficit del sentido de pertenencia a la Iglesia; en muchos casos, parece como si algunas manifestaciones de piedad popular se vivieran al margen de la Iglesia en la que han nacido y que les da su sentido pleno. A ello se puede unir una serie de fenómenos derivados: desconfianza de la jerarquía, desvinculación de la vida parroquial y diocesana, insistencia desproporcionada en su interés turístico… Son fenómenos preocupantes porque denotan una progresiva secularización que, de seguir así, dará como resultado la repetición de ritos desprovistos de su contenido originario.
Si las cofradías pierden su condición eclesial (para transformarse en asociaciones culturales o algo semejante), más pronto que tarde comenzarán a languidecer y desaparecerán. Las cofradías o son Iglesia o no son nada.
En el nº 2.981 de Vida Nueva
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