(José Moreno Losada– Correo electrónico) Era de mañana y lucía el sol en medio del invierno extremeño, el domingo se había vestido de fiesta especial y alumbraba de un modo único en un pueblecito pacense, en Gévora, y más especialmente en la capilla de la comunidad de la casa de oración de Nuestra Señora De Guadalupe. La comunidad era muy sencilla, pero poseía una riqueza incalculable. Allí estaba Feli, junto a sus hermanas de congregación, Ana Mari, Goita, Lili, Josefa y Juanita. Asistieron también sus sobrinos y sobrinos-nietos, algunas amigas del pueblo y la casa de oración y unos sacerdotes que la conocían. Nos reuníamos porque Feli celebraba sus setenta y cinco años de vida consagrada en la congregación de las Esclavas de Cristo Rey. ¡Monja de platino!
Atendiendo a la vida y a la persona de esta religiosa enjuta y firme en su vocación, y teniendo presente a todas las monjas que día a día dan la vida en la sociedad sin pedir nada a cambio, nos acordábamos de cómo a Jesús le gustaba hablar en parábolas y le servían las imágenes sencillas de la vida y de la naturaleza para hablar del Reino de Dios a toda la gente. Por eso buscamos una parábola, una comparación para poder hablar de la vida de Feli; se trataba de hablar en parábola de la vida religiosa y, estando como estábamos en tierra extremeña, se nos ocurrió compararla con la encina.
Decíamos que la vida religiosa es comparable a la encina, porque nace como ella, aparentemente nadie la siembra, surge inesperadamente y brota en medio de la tierra y de muchas plantas distintas. Así es como Dios va llamando a las personas con las que quiere contar de un modo especial y a quien les pide entregar todo. Ese Dios que a tantas personas y vidas mueve cada día en el mundo.
La encina es acogedora permanentemente. Con sus grandes ramas abiertas en invierno nos resguarda de la lluvia y en verano nos da su sombra amable frente al calor agotador de nuestra tierra. Ante el frío se hace leña para el fuego y nos calienta y da fuerza al horno para que podamos hacer y comer el pan de cada día. Así es también la vida religiosa: desean vivir una virginidad fecunda capaz de acoger frente a los inviernos de la vida y las sudorosas tribulaciones a todos los que se acercan y necesitan, y cuidar de que nos les falte el fuego y el pan de la vida.
La encina no busca de ningún modo su propio provecho, a todos quiere y a todos se entrega: en su sombra pueden crecer toda clase de hierbas y vida, alimento de las ovejas y los cerdos, descanso para el peregrino, y cuando ya no queda nada de ella, nos sirve de calor y de asiento, doblegada ante lo último después de darlo todo. Así es la vida religiosa en su opción por la pobreza; no ha de tener otro horizonte la pobreza sino enriquecer a los otros, porque la ilusión no puede ser otra que cumplir la voluntad divina que nos invita e impulsa a dar la vida para el mundo, y así mostrar su amor que nunca acaba.
La encina se enraíza y siempre permanece, obediente por encima de todas las dificultades, vence el temporal, la sequía y se mantiene verde y muy espléndida para seguir dando. Así ha sido también la fidelidad y la textura de esta monja sencilla y, como muchas otras, que enraizadas en su vocación y congregación saben vivir todos los momentos y pasan por el trigo y la cizaña con la opción por la obediencia que genera libertad y disposición para que todos puedan seguir caminando y los caídos se levanten, aun en medio de sus debilidades y defectos de los que es conocedora.
La imagen de la encina que nos hacía muy cercanas las palabras fundamentales de amor, pobreza, virginidad, obediencia, entrega, comunidad, fraternidad, belleza, fe, fidelidad, fortaleza, acogida… tanto y tanto que agradecer… ¡Que Dios bendiga a todas estas mujeres!
En el nº 2.647 de Vida Nueva.