(Vida Nueva) Con la inminente llegada del nuevo año se suceden los deseos y los ruegos, pero ¿qué podemos ofrecer o aportar para que 2009 sea realmente nuevo para todos? El arzobispo metropolitano de Tarragona, Jaume Pujol, y la biblista Dolores Aleixandre nos ofrecen en los Enfoques sus propuestas para recorrer los próximos doce meses con otro espíritu.
Al año nuevo le pedimos…
(Jaume Pujol Balcells– Arzobispo metropolitano de Tarragona) Se acerca la Navidad y, con ella, el tiempo de felicitar a nuestros seres queridos y desearles unas felices fiestas y un próspero año nuevo. En nuestras tarjetas no faltarán nuestros mejores deseos de paz, felicidad, salud y amor: siempre pedimos que el año nuevo sea mejor que el que se acaba. Quizá no nos hemos percatado, pero casi siempre estamos pidiendo: salud, felicidad, amor, trabajo, etc. Deseamos que el nuevo año nos solucione nuestros problemas y dificultades, pero la verdad es que empezamos el año nuevo igual que acabamos el viejo. Y nosotros, ¿hemos dado algún paso para hacer que el nuevo año sea mejor? ¿Alguna vez nos hemos parado a pensar que todo seguirá igual si no hacemos nada por cambiarlo?
Despedimos 2008 con una crisis económica de alcance mundial, con tres millones de parados en nuestro país -¿hemos pensado alguna vez cuántas personas habrán perdido su empleo en otros países, sobre todo los más pobres?-, con unas cifras de cierres patronales y de suspensiones de pagos que provocan vértigo, con bancos al borde de la quiebra… y con muchos hogares en los que ya no se puede pagar la hipoteca o, simplemente, no se llega a fin de mes. Estamos en tiempos difíciles, y nos dicen que, probablemente, esta situación persista durante todo el año 2009. Además, vivimos rodeados de muchas voces que nos lanzan mensajes negativos, pero pienso que insistir demasiado en las cosas negativas nos hace pesimistas. Tenemos que aprovechar el momento presente -¡es el único que tenemos!-, y vivirlo con intensidad: siempre se necesita una buena dosis de realismo, pero no podemos centrarnos en las cosas que no van bien. Miremos, en cambio, aquéllas que sí van bien, y aprovechémoslas al máximo. Y las que son mejorables, intentemos cambiarlas en todo lo que esté en nuestra mano.
Seguro que recordáis, en los Hechos de los Apóstoles, aquellas palabras de Pablo que nos transmite aquellas otras que Jesús había pronunciado: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir”. La sabiduría oriental -también la no cristiana- está llena de testimonios coincidentes al respecto: la persona humana se realiza más como persona en el dar -sobre todo en el darse- que en el recibir. Nuestra civilización está enferma del mal del espejo: de tanto mirarnos a nosotros mismos sólo vemos o notamos aquello que nos duele a nosotros, y no nos damos cuenta de cómo están los que viven a nuestro lado. Esto lo saben muy bien los padres y madres de familia: aunque estén agotados o se encuentren mal, si un hijo se queja de cualquier cosa, todos sus desvelos serán para ese hijo, las dolencias propias habrán pasado a segundo plano. ¿Cuál es la diferencia? Pues que los padres aman a sus hijos. Y nosotros, ¿amamos a nuestro prójimo? La pregunta de Génesis 4, 9 sigue planteada hoy, candente, esperando una respuesta: “¿Dónde está tu hermano?”.
Realmente nos hace falta un cambio de mentalidad: estamos acostumbrados a pedir, cuando realmente tendríamos que dar; estamos habituados a descubrir nuestras carencias, cuando lo realmente necesario es fijarnos en lo que pasa a nuestro alrededor, cuáles son las carencias de nuestros hermanos. Pedimos amor, respeto y atención, pero ¿estamos dispuestos a amar, a perder la vida por el otro, a respetar al otro en su originalidad y diferencia, a aceptarlo tal como es? En el fondo, nos hace falta conversión (cambio de mentalidad), cambiar el chip.
Los cristianos somos hombres y mujeres de esperanza; si no fuera así, seríamos los más desgraciados de todos, puesto que nuestra fe, que no nos aparta del mundo, sino que nos ayuda a amarlo y transformarlo, nos da razón de la esperanza. ¡Si somos, pues, personas de esperanza, démosla a nuestros conciudadanos! Pero una esperanza activa, que nos lleve a trabajar intensamente, que esto es lo que exige el momento presente: un trabajo firme, bien hecho. Si miramos la historia, veremos que los grandes pueblos han resurgido de los momentos de derrumbamiento gracias a un trabajo intenso.
Y con el trabajo intenso, dos actitudes más: la solidaridad, que nos lleve a estar cerca de todo el mundo y que nos aleje del pensamiento egoísta de decir “yo estoy bien, los demás que se apañen”. Y con la solidaridad, la confianza. Si somos personas de fe, no olvidaremos nunca que todo está en manos de Dios, y que Él no nos fallará en ninguna ocasión.
Por último, propongámonos que 2009 sea un año de justicia y de paz. Esto es posible si somos conscientes de que, si somos personas de paz, seremos portadores de esa paz a nuestro mundo. Y también seremos portadores de justicia: no de esa justicia que nace del consenso de la mayoría o de la resolución de un organismo internacional. La justicia que necesita nuestro mundo es ésta: “A quien te quiera quitar la túnica dale también el manto”.
Digamos feliz año nuevo, pero hagámoslo con el propósito de vivir los próximos meses con espíritu de optimismo, convencidos de que, con el esfuerzo de todos, podemos construir un mundo más solidario y más habitable, donde reinen de verdad la justicia y la paz. De todo corazón os deseo muy feliz y santa Navidad y nuestro propósito de trabajar por un 2009 mejor.
Escuchar a Haendel, una propuesta para 2009
(Dolores Aleixandre, rscj) ún estoy impresionada por el tono rotundo, pausado y grave de la primera coral de la segunda parte del Mesías de Haendel (¡qué maravilla de concierto el ofrecido por la Editorial San Pablo…!): “Aquí está el Cordero de Dios“. Al escucharla después, una y otra vez, vuelve a trasmitirme una fuerza, una dulzura y una seguridad tan distantes del desafío como del encogimiento, del avasallamiento como de la timidez.
A partir de ahí me pongo a reflexionar en torno a la sugerencia de Vida Nueva de “proponer” en vez de “demandar”, como suele ser costumbre en vísperas de un año que empieza. Y pienso en la manera tan armoniosa como podríamos inaugurarlo si nos dejáramos contagiar eclesialmente por las actitudes que comunica el anuncio: “Aquí está el Cordero de Dios“.
Es la proclamación de una presencia que se aproxima desde la mansedumbre y que no se impone, sino que se ofrece, confiando en ese poder de persuasión que posee quien no pretende vencer sino atraer. Si ese modo suyo de presencia nos contagia, se afianzará en nosotros el convencimiento de que la belleza, el encanto y el poder de atracción de la Iglesia sólo proceden del Evangelio de su Señor. Un Evangelio que es su experiencia fundante y que no hemos conquistado ni merecido, sino que hemos encontrado como se encuentra un tesoro: kalós kindynos, una suerte maravillosa, decía Juvenal.
Aquí está el Cordero de Dios“. De Él hemos aprendido a reconocer cualquier coyuntura histórica como ocasión favorable, porque sigue estando vigente aquel anuncio del kairós de la cercanía de Dios y de su Reino que proclamó Jesús en Galilea (Mc 1, 14), y nada ni nadie pueden revocarlo. Dar crédito a ese anuncio genera una confianza absoluta en la presencia de Dios en la historia de la humanidad y nos lleva a descubrir, más allá de sus aspectos sombríos, la fuerza de su Palabra sembrada en nuestra tierra y el trabajo del Espíritu en cada uno de nosotros para ir haciendo el mundo más humano. Y engendra una esperanza que nos permite sacudirnos el “manto de luto” de ese lenguaje catastrófico que califica de calamitosos los tiempos que vivimos, diagnostica que la fe está en trance de desaparición y percibe como persecución lo que quizá no sea más que la pérdida de unos privilegios que posiblemente nos haga más libres.
Aquí está el Cordero de Dios“. Es una presencia que no necesita atacar ni defenderse y, como no siente amenazada su identidad, no recurre a gritos ni estridencias, no enarbola sus símbolos como gesto de apropiación, no echa mano de descalificaciones ni caricaturas, no recurre a pulsos de poder, no se empeña en polarizar tendencias, eliminar disensos o silenciar acentos, no excluye a nadie de sus proyectos de misión aunque su coincidencia con la línea mayoritaria no sea absoluta; no requiere el apoyo de voces incendiarias o denuncias anónimas, ni busca su legitimación en costumbres, rúbricas, lenguajes o atuendos obsoletos. Porque sabe que su fuerza reside en ese Evangelio que es buena noticia, que anuncia palabras que dan vida y comunican energía, que hace emerger espacios nuevos de alegría y libertad. Porque era eso lo que la gente sentía cuando se acercaba a Jesús.
Aquí está el Cordero de Dios“. Necesitamos aprender de Él a establecer, también con los que no comparten nuestra fe, relaciones de proximidad, reciprocidad e intercambio, a compartir oscuridades y preguntas, también momentos de luz y revelación. Porque evangelizar no es transmitir unas creencias que circulan sólo de arriba abajo, ni diseñar estrategias de conquista o reconquista frente a un mundo percibido como alejándose irremediablemente de Dios. De ahí la urgencia de huir de cualquier suficiencia que desemboque en una “pastoral del reproche” y tratar de caminar con las personas tal como son y a partir de su verdadero punto de partida, sea el que sea.
Aquí está el Cordero de Dios“. Junto a Él estamos siempre urgidos a hacernos presentes en los lugares donde la vida está amenazada, algo que ha sido siempre la “especialidad cristiana”. Conscientes de que sólo de la com-pasión y del respeto pueden nacer los gestos que restauran y dan fuerza para seguir adelante, porque los que nacen de la voluntad de adoctrinar o de inculcar a otros nuestras verdades y costumbres, encontrarán cerradas las puertas de su libertad.
Aquí está el Cordero de Dios“. ¿Que este modo de estar presentes, de vivir y de reaccionar es muy difícil y hasta utópico? Pues claro. ¿O es que alguien nos ha garantizado alguna vez que seguir a Jesús iba a resultarnos fácil?
En el nº 2.641 de Vida Nueva.