(Jesús Sánchez Adalid– Sacerdote y periodista) Hemos llamado ‘modernidad’ a la época de la humanidad que sigue a la Edad Media. Tres acontecimientos marcan su génesis: el Renacimiento, la Reforma Protestante y la Ilustración. La característica más importante de la modernidad es la preeminencia de la razón humana sobre todas las cosas. De ahí, la propuesta famosa de Descartes: “Pienso, luego existo”.
El énfasis racional de las nuevas concepciones filosóficas hizo que el mundo se desacralizara y se volviera cada vez más secular. En una sociedad obsesionada con el progreso, la ciencia y la razón, había muy poco lugar para la creencia en Dios. A pesar de lo cual, la Iglesia sobrevivió y siguió aportando su verdad.
Pero, en los tiempos siguientes, se sufrió el desconcierto causado por las dos guerras mundiales del pasado siglo. A fin de cuentas, la tecnología y la ciencia habían creado las armas capaces de llevar a cabo las mayores carnicerías humanas de la historia.
Ahora parece ser que el hombre comienza a desconfiar de la razón. Y proclama el certificado de defunción de la modernidad. Hoy llamamos ‘postmodernidad’ al período que se caracteriza fundamentalmente por el énfasis en el sentimiento en vez de la razón, en el hedonismo, o la búsqueda del placer como fin último, y la negación de las verdades absolutas.
Todas las épocas tienen sus aspectos positivos y negativos. La obsesión por los sentimientos hace que las discusiones teológicas tengan escaso interés. Y las palabras fe, redención, pecado… resultan vacías para no pocos. La gente quiere experimentar, sentir, más que palabras. Observo esto con frecuencia. Ya no te preguntan: ¿Existe Dios? En cambio, se encandilan con las experiencias místicas. Sin abandonar el estudio teológico y la reflexión, debemos analizar esos signos. Pienso que algo nuevo saldrá de ahí, y no tiene por qué ser pernicioso. El tiempo hablará.