JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | No debemos esconder la realidad cuando afloran los buenos deseos en los arranques del año. Está ahí; nos llama e interpela con el color de su crudeza. El Correo publicaba hace unos días la noticia del hallazgo del cadáver de una anciana de 69 años que había muerto hacía dos años. Nadie la echó de menos, ni sus dos hijos.
Los vecinos creyeron que estaba en una residencia. La Justicia tendrá que aplicar el artículo 226 de Código Penal. Noticias como esta nos hablan de la costra de indiferencia que se extiende en nuestro mundo como una plaga.
Y lo curioso es que ocurra en la era digital, este momento histórico en el que, al instante, sabemos lo que pasa en las antípodas del mundo, aunque desconozcamos la miseria de la casa del vecino. Una sociedad de patinadores que se deslizan en la superficie sin profundizar; una sociedad líquida y de espuma en la que no importa lo sólido; una sociedad de la imagen que esconde lo decrépito a favor de la belleza convulsa.
Sobre el tapete informativo, una vez más, y no la única, vemos la situación de la vejez, la ancianidad, los años en los que el cuerpo se gasta y los ojos brillan de forma especial, rasgando más lejanías que cercanías. Ahí están, doblados, pero no rotos; cansados, pero no agotados; serios, pero no tristes; viéndolas venir, viéndolas llegar y viéndolas pasar.
Esa es la sabiduría de a quienes, en la vida, todo se les escapa entre los dedos y gastan el tiempo, su único y querido amigo, contemplando correr raudas las manecillas del reloj.
Mientras el mundo de la publicidad y el márketing
nos acercan un canon de belleza específico
que se va metiendo en la opinión pública,
la vejez se arrincona, se aísla y silencia.
Mi admirado François Mauriac solía pensar mucho en la vejez. “Un viejo solo existe por lo que posee. Desde el momento en que no posee nada, se le arrumba con la basura. A esta edad avanzada solo se puede escoger entre el asilo y la fortuna”. Así de duro hablaba el escritor francés, a quien he recordado al leer la noticia.
En la Iglesia son los ancianos quienes llenan nuestros templos, hacen labores que los sacerdotes no pueden y acuden a todas las actividades. Cuando se habla con mordacidad de iglesias solo llenas de mujeres y viejos, me pregunto qué pasaría si ellos dejaran de asistir a las celebraciones eucarísticas.
El horror al templo vacío se impone conforme los ancianos se marchan y no hay quienes los sustituyan. Y pasa en el clero, con una elevada media de edad. Y también en las comunidades religiosas, con muchas vidas consagradas y gastadas en la evangelización.
Mientras el mundo de la publicidad y el márketing nos acercan un canon de belleza específico que se va metiendo en la opinión pública, la vejez se arrincona, se aísla y silencia. “Un pueblo que no cuida a sus jóvenes y a sus ancianos, no tiene futuro”, decía el papa Francisco no hace mucho.
En las sociedades africanas, el anciano es venerado, como lo es en las orientales e, incluso, en muchos países de América Latina, allá donde la globalización no ha cubierto con su manto todo.
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- A RAS DE SUELO: Carismas de la vejez, por Juan Rubio
En el nº 2.877 de Vida Nueva