Los caminos de Roma

(Fanny Rubio– escritora y profesora universitaria, ha dirigido el Instituto Cervantes de Roma) Cada 8 de diciembre tiene lugar en la plaza de España de Roma el saludo entre el Papa y nuestro embajador cerca de la Santa Sede bajo la columna de la Inmaculada, renovando, desde el pontificado de Pío IX, un pacto por la España católica junto a una multitud enfervorizada. El año pasado, ante el tañer de esas campanas recordé a Antonio Machado, más partidario de la música del yunque que de la de la iglesia, ese poeta tristón de una Baeza semanasantera que, entre 1912 y 1919, tiene delante una talla del Jesús caído del escultor barroco de la escuela granadina, José de Mora, en la iglesia de la Magdalena de la ciudad, pero que no se deja arrastrar por la agonía de la escultura religiosa, sino que busca en ella el símbolo la esperanza (“¡No puedo cantar ni quiero/ a ese Jesús del madero,/ sino al que anduvo en el mar!”), como si le afectara premonitoriamente aquella fórmula persa imitada en Israel de colocar a los reos en alto sobre un madero, evitando con la altura que los ajusticiados tocaran tierra, lo más sagrado del ser humano.

Luego, al leer la novela de Unamuno, Abel Sánchez piensa en la posibilidad de convivencia entre contrarios, la utopía socialista y el sentimiento religioso activo, un tipo de fraternidad de base alejado de la superstición de culto a las imágenes. 

Algo así imaginamos al leer las crónicas del corresponsal entonces de El País, José Luis Gotor, que daba cuenta, en 1976, de la revisión del Concordato de 1953 por parte del ministro de Exteriores y del secretario de Estado vaticano, cardenal Villot, por la que tanto la Corona como la Iglesia renunciaban a viejos privilegios, poniendo fin al “fuero eclesiástico” y abriendo una vía para que “las causas contenciosas sobre bienes o derechos sean tramitados ante los tribunales del Estado”, aunque se mantenían todavía poderes de la Iglesia para “mantener centros docentes a todos los niveles con subvenciones estatales”. Pese a las reformas sucesivas y otros avatares materiales en marcha y la laicidad del Estado, parece que no ha pasado tiempo, pues el corresponsal de hoy, Miguel Mora, acaba de contarnos el revuelo creado por la tierna noticia aportada por el arzobispo sardo Luigi de Magistris, emérito de la Curia vaticana, al desvelar que su paisano Antonio Gramsci, teórico del Partido Comunista Italiano y humanista (cuyas cenizas, junto a las del poeta inglés Keats, visitamos a menudo sus lectores en el bello cementerio acatólico de la capital italiana), escuchó en abril de 1937, en su lecho de muerte, la llamada divina, pues besó la estampita de una santa con niño que le acercaba una  devota sorella. 

Cualquier persona que haya vivido un tiempo en Italia está al día de las buenas relaciones existentes entre creyentes de diversas religiones y laicos. Pero en nuestras ciudades nos frena, por una parte, un perezoso sentimiento que tiende al integrismo, que convierte lo religioso y aledaños en sistema de sumisión, y por otra, un ignorante pornografismo envilecedor de lo que no se entiende o prefiere entenderse de la escritura religiosa, y seguimos dando vueltas malintencionadas a un objeto de controversia en los centros de enseñanza públicos que se halla fuera de su espacio natural.

Hay que recurrir a revistas especializadas para saber que un dominico brasileño, Frei Betto, pide el compromiso de los cristianos con el mundo trágico de hoy; que un obispo, Pedro Casaldáliga, atienda a un tipo de espiritualidad situada más allá de las religiones; o que Dominique Mamberti, secretario de la Santa Sede para las Relaciones con los Estados, demande la adecuación de la Iglesia a la realidad social, en sintonía con el propio Benedicto XVI, quien se refiere a la “sana laicidad”. ¿Llegará este mensaje alguna vez a nuestro país, nos ganaremos algún día el denominativo papal de “sana laicidad”? Cuando la Iglesia española afirma que “la convivencia entre españoles está en peligro”, nos apartamos no ya del perdón que una voz aislada de la Iglesia profiriera en nombre de quienes en el pasado tuvieran conductas reprobables, y no ya de la máxima evangélica de amar al enemigo (tras 50 años, dos hermanos, él, viejo guerrillero, y ella, niña arrancada de su familia republicana para entrar en un convento, se reencuentran), sino, dicho en nuestro ámbito cervantino, de la obligación que alguien debería tener de dar buen consejo a quien mal nos quiere. Volar a Roma para encontrarnos, entre otras obras de arte, con la bellísima Teresa de Bernini y con su ángel, que le clava en el corazón un dardo dorado (enferma, dicen por un lado ciertos científicos, de infarto, o de erotismo virtual, como banalizan los incontinentes); releemos la ejemplar novela mental de una mujer libre entre lo divino y lo profano comunicada en alegorías, como se estudia (o debería estudiar) en un deseable Bachillerato de sana laicidad. 

En el nº 2.640 de Vida Nueva.

Compartir