(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)
Están ahí con la fuerza de su constancia. Habría que levantarles un monumento a su fidelidad cotidiana. Son los asiduos, los que no fallan aunque llueva o caiga un sol de justicia. Viéndolos por la calle en la cuestación del Domund me ha emocionado su testimonio. Me refiero a los laicos, hombres y mujeres que trabajan en el anonimato y dentro de su marco de referencia eclesial (parroquia, colegio, movimiento, congregación religiosa). Son la gran riqueza de la Iglesia. Desconocen la política intraeclesial y hasta les importa un bledo. Saben agradecer una sonrisa como gesto a su callada labor y que sus pastores, al menos, los reconozcan por su nombre y no los ignoren. Son laicos entregados, más eclesiales que eclesiásticos. Sufren el vómito del mandarín de turno que se cree adalid de la renovación eclesial y los usa como trampolín de su estrategia para colarse en las curias al calor de una mitra. Dan la cara en el aula, en el tajo, en la oficina, en la tienda o en la tertulia del sábado a mediodía, robándole horas al sagrado fuego del hogar. Defienden a la Iglesia y les duelen sus bravuconadas, sus frases de telediario. Se ruborizan ante el descarado laicismo y asombran escuchando declaraciones de eclesiásticos que han perdido el sentido común. Son catequistas, responsables de cursos prematrimoniales, voluntarios de Cáritas, visitadores de enfermos, pertenecen a consejos pastorales o grupos de jóvenes. Es el pueblo de Dios en el sentido conciliar de la Lumen Gentium. Éste es el pueblo de Dios al que sirve en la caridad desde el Papa hasta el último clérigo, pasando por los obispos. Una actitud de servicio para el crecimiento del Reino. Es lo importante de verdad.
Publicado en el nº 2.633 de Vida Nueva (Del 25 al 31 de octubre de 2008).