(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid)
“Tampoco nosotros sabemos de antemano los procesos de la Utopía de Dios, pero sí podemos seguirlos a través de los signos de los tiempos, como a la nube que guiaba al pueblo por el desierto, en el camino hacia la Tierra Prometida”
Cuando hablamos con tanto desparpajo de objetivos del milenio, creo que nos pasamos, llevados por la buena voluntad o por el tópico. A poco que se piense, se descubre la desmesura y el desmadre de la expresión -¡no, por supuesto, de los objetivos mismos, que son bien necesarios y posibles!-. Ya un siglo es mucho siglo para poder adivinar su desarrollo y preparar así nuestra estrategia. ¿Quién podría en Europa, por ejemplo, entre las dos grandes guerras, pensar que un día pudiera existir la Unión Europea actual? ¿O quién podría creer en los Estados Unidos, cuando el asesinato de Martin Luther King, que alguna vez un negro sería designado como aspirante a la Casa Blanca? ¿Objetivos del milenio de mil años?
Es bueno que periódicamente los hombres soñemos y formulemos utopías, por lo que tienen de fuerza para despertar nuestra esperanza y estímulo de nuestro compromiso. Dentro del universo cristiano, tenemos, además, una nueva esperanza, que respeta y asume las estructuras de la sociedad, y al mismo tiempo les inyecta una nueva dinámica en cuanto a medios mayores y una perspectiva más amplia del mundo y de la historia. Nosotros debemos jugar y conjugar, esperar y respetar la dinámica de fuerzas que se entremezclan entre la libertad del hombre y la libertad de Dios, cuyos resultados son para nosotros completamente imprevisibles. Pero aunque no podamos prever ni controlar la historia, sí podemos y debemos o bien acompañarla y ayudarla con nuestro sudor y nuestro esfuerzo, o dificultarla e impedirla por nuestra pereza, nuestro egoísmo o nuestra cobardía. Tampoco nosotros sabemos de antemano los procesos de la Utopía de Dios, pero sí podemos seguirlos a través de los signos de los tiempos, como a la nube que guiaba al pueblo por el desierto, en el camino hacia la Tierra Prometida. El Señor resucitado que nos guía es el camino, la verdad y la vida por miles y miles de milenios para siempre. ¡Amén!