JUNKAL GUEVARA, biblista |
Aunque Calderón escribiera que “aun en sueños, no se pierde hacer el bien”, nosotros no estamos soñando. La renuncia de Benedicto XVI es real, y efectiva desde el 28 de febrero. Dado que Dios ha provisto que vivamos la excepcionalidad de que la elección no siga a la muerte, sino a la renuncia, esta puede ayudarnos a discernir un posible perfil para su sucesor.
Benedicto XVI hizo saber que, “por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. La edad y la falta de fuerzas –“vigor tanto del cuerpo como del espíritu”– se convertían en un obstáculo insalvable para seguir sirviendo en el mundo de hoy, “sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”. Vigor es fuerza, viveza, actividad notable (RAE), y el Papa dice que se ha de tener en cuerpo y espíritu.
Aunque sabemos que cualquier varón bautizado en condiciones de ser ordenado puede ser elegido, lo cierto es que suele ser elegido de entre los cardenales electores. Solo 17 de ellos tienen menos de 65 años, pero constituyen un abanico de color universal: europeos, asiáticos, norteamericanos, latinoamericanos y africanos.
Con el ejemplo de la renuncia de su predecesor,
lo esperamos libre y valiente para afrontar
los conflictos al interior de la Curia.
Con el vigor que, en principio, garantiza la edad, se puede esperar que el nuevo papa mire con empatía el mundo de hoy porque se sienta parte del mismo; que vibre con sus logros y conquistas, pero que no tema acompañar a la humanidad en sus infiernos; que abra un Atrio de los Gentiles “donde los diversos logoi, los discursos, pueden escucharse y confrontarse” (Gianfranco Ravasi).
Con el ejemplo de la renuncia de su predecesor, lo esperamos libre y valiente para afrontar los conflictos al interior de la Curia, que el robo de documentos por su mayordomo y hombre de confianza sacó a la luz.
Por último, empapado de una profunda experiencia de Dios; lo buscamos líder de una Iglesia católica, luz de las gentes y sal de la tierra, que, “en medio de nuestro mundo, dividido por las guerras y las discordias, sea instrumento de unidad de concordia y de paz” (Plegaria eucarística V).
En el nº 2.839 de Vida Nueva.