JESÚS SÁNCHEZ CAMACHO | Periodista
El cardenal Augustin Bea fue clave para que el Concilio Vaticano II no quedara en agua de borrajas. Por ello, se opuso al borrador De Fontibus Revelationis, sugiriendo un texto más inteligible, pastoral y ecuménico. Su liderazgo en la Comisión mixta, encargada de reelaborar el documento, fue una causa determinante para la aprobación de una más cristológica Dei Verbum, donde la Escritura era reconciliada con la Tradición.
Pero un cardenal que también influyó en el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo no solo se movía en los salones de esgrima teológica. Se había reunido con 1.500 jóvenes en Taizé para orar y buscar el camino de la reconciliación. Sus palabras rezumaban ecumenismo cuando explicaba que la Eucaristía era un factor clave de unidad.
El 24 de septiembre de 1966 (VN, nº 541), la revista citaba la intervención de Bea exhortando a “practicar cada uno lo que le dicta su propia fe”. Para el cardenal, al unirnos a Cristo celebrando la Eucaristía o la Santa Cena, “nos unimos infaliblemente también a nuestros hermanos, aunque estemos, quizás, visiblemente separados”.
Con un espíritu semejante, Francisco se dispone a conmemorar en Suecia el 500º aniversario de la Reforma. Una ocasión propicia para la conversión de las mentes católicas que piensan que se celebrará “el cisma y la herejía”. Aunque, como decía el Hermano Roger, la conversión tiene su raíz en el corazón.
Publicado en el número 3.004 de Vida Nueva. Ver sumario