(Dolores Aleixandre, RSCJ)
Cuando era catequista de niños, en una celebración de Pascua les invité a pasar dando un beso a un crucifijo para dar gracias a Jesús. Lo incliné para que le besaran los pies, pero ellos se ponían de puntillas para darle un beso en la cara, que es lo normal para un niño. Desde entonces me fijo siempre en las imágenes de los Cristos de las iglesias: suelen tener más oscuros y hasta desgastados los pies y las rodillas porque a muchos les gusta acariciarlos y besarlos. Pero en una parroquia, a la que voy a misa de vez en cuando, han rodeado al Cristo de una valla de metacrilato, como una mampara de ducha, para impedir que lo toquen.
Consecuencias a favor: la talla se mantiene incólume; en contra: el contacto y el beso han sido sustituidos por la mirada a distancia.¿No estaremos haciendo algo parecido con otros tesoros de la Iglesia, y no me refiero a los artísticos? ¿No está tomando fuerza la tendencia a rodear de un ‘metacrilato’ de rigidez e intransigencia la celebración de los sacramentos? ¿No se está privilegiando el exacto cumplimiento de las rúbricas por encima de la cercanía y la calidez de gestos y expresiones que se adaptan mejor a la espontaneidad sencilla de la gente? No defiendo sustituir una cosa por otra, pero ¿no se puede abrir una ventanita en el metacrilato que deje introducir la mano para sentir que rozamos y nos roza Aquel que vino a abrazarnos?
En el nº 2.631 de Vida Nueva.