(Jesús Sánchez Adalid– Sacerdote y periodista) En sus orígenes, la Iglesia mantenía abierta la conciencia de su finitud. Estaba plenamente cierta del acabamiento terreno. Esto le venía de su inquebrantable esperanza en la resurrección. Es decir, aquella fe surgió del convencimiento de que el cimiento y meta últimos de la vida rebasan el horizonte de este mundo. La experiencia vital de aquel creyente, orientado a que todo es pasajero, transitorio, le llevó a relativizar las obras del mundo, lo inmanente, para mirar hacia lo imperecedero.
Esta visión sedujo a los hombres de entonces, que veían atónitos la decadencia de los más poderosos reinados y potestades. El cristiano presenciaba el mundo, por estar en él, pero no se consideraba de él, en el sentido de pertenencia, de apropiamiento.
Ni mucho menos quiere decir esto que debamos cerrar los ojos a la problemática de lo que nos rodea. Cristo enseña a mirar el mundo con visión crítica, para actuar de manera consecuente. Pero no para amarlo o quedarnos en las cosas terrenas, en las cosas del mundo (1 Jn 2, 15), sino para elevarnos por encima de ellas, porque “quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2, 17).
La Iglesia de hoy, por su parte, ha de continuar su labor apostólica y asistencial, colaborando en cuanto esté en su mano para elevar la calidad de vida de todos los ciudadanos. Pero no ha de dejar de ser consciente de que su misión propia es de orden espiritual, religioso, y de que sus riquezas son la gracia de Cristo.
No ha de temer al mundo, ni ha de querer dominarlo. Ni siquiera dirigirlo. Nunca Jesús intentó eso. La vocación de la Iglesia, a semejanza de Jesús, es servir, no dominar: “Sirvienta de la humanidad”, decía Pablo VI. Este servicio lo hace viviendo en el mundo y en solidaridad con él. Para, con humilde acompañamiento, ayudar a hacer inteligible y digna la vida. Sin imposiciones, sin constantes anatemas, ni reprimendas permanentes. No se ha de ver enemigos, sino almas necesitadas de comprensión y ayuda. “La Iglesia quiere ser garantía y lugar de diálogo y reconciliación” (Juan Pablo II, 1985). Una Iglesia rebosante de certezas y carente de disenso y diálogo no se hará comprensible para el hombre de hoy.