(Ángel Moreno, de Buenafuente) Con motivo de un viaje a Bolivia, tuve ocasión de hablar con la persona que iba junto a mí en el avión. Era una mujer joven, a la que le pregunté si trabajaba en España. Me respondió que se volvía definitivamente a su país por motivos familiares. No podía arriesgarse a quedarse sin sus tres hijos. Su esposo la había abandonado e impedido hablar con sus hijos porque, después de haber estado trabajando y mandando el dinero, era acusada de abandono del hogar.
Me embargó una profunda tristeza y comprendí el dolor que supone dejar la tierra propia, emigrar, buscar trabajo, vivir de manera ilegal, arriesgar la estabilidad familiar, padecer la soledad más terrible, para volver después a tu casa vacía y sin amor.
Con sincera ternura, le dije: “¡Ánimo! No está sola”. Ella me respondió: “Eso me sostiene”. Al final del viaje me identifiqué como sacerdote. “Ahora comprendo -comentó la mujer- por qué me ha dicho que no estoy sola, me lo había imaginado. Sacó la Biblia, que llevaba a mano en su bolso, y me leyó el pasaje del libro de los Proverbios que más le estaba ayudando en esos momentos.
Nos despedimos deseándole yo la bendición de Dios. Dentro de mí se generó un sentimiento de compasión a la vez que de impotencia, aunque la mujer marchó consolada y fortalecida. ¡Y me vinieron a la memoria tantas personas en situación semejante!
En el nº 2.654 de Vida Nueva.