(José María Arnaiz, SM-Ex Secretario General de la Unión de Superiores Generales) “Sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano”. Palabras impactantes de Benedicto XVI en Aparecida. Voy a fijar hoy la atención en la realidad cultural. Querría soñar con la dimensión sapiencial de la cultura; con la profundidad que puede tener, con su simbolismo humanizante, enraizado en lo más original de la misma cultura y que la convierte en un producto de calidad.
Lo opuesto se da cuando el dinamismo cultural se reduce a un objeto decorativo o a un simbolismo impersonal o a un producto de masas para el consumo. Una cultura sana es capaz de conducir la diversidad a un destino común, al bien común, a los derechos sociales y solidarios, a Dios. Consigue un equilibrio entre solidaridad y subsidiariedad. No hay duda de que la solidaridad sin subsidiariedad lleva a un paternalismo deshumanizante, a la sobreprotección y a la prolongación de un estado de adolescencia más allá de la edad adulta. La subsidiariedad sin la solidaridad nos deja indiferentes con la parte de la población que vive en la pobreza dura o en el dolor; produce un individualismo pragmático o narcisista. Acentúa la brecha de inequidad; reduce las oportunidades; dificulta la inclusión y aumenta la exclusión. Esto hace que sean muchos los que transitan por la vida sin formar parte de los incluidos, lo cual es peligroso para la estabilidad de un país. Los medios de comunicación son, para muchos, las ventanas a través de las cuales comparece cada día la realidad cultural cotidiana. Ellos tantas veces la fragmentan y separan lo que Dios ha unido y no aciertan a ofrecernos la síntesis y la jerarquía de valores que buscamos con verdadera pasión. Hacemos bien con recordarles, sobre todo a ellos, la nobleza cultural que la fe y la persona de Jesús pueden despertar y ofrecer a cada uno de nosotros.