Otra andadura para la Iglesia

JOSÉ MARÍA ARNAIZ |

Benedicto XVI ha renunciado a ser papa; lo ha hecho en el momento justo de su historia. Así, deja paso a alguien con más ganas, con capacidad y con fuerza física y psíquica.

De él bien podemos decir, como alguien pronosticó, que era demasiado inteligente como para que fuera conservador. Podemos añadir que, en este momento, está investido de la autoridad del “testimonio”, que es la que Jesús de Nazaret más elogió y la propia de un gran creyente cristiano.

No hay duda de que, con su gesto, ha hecho un gran guiño a la modernidad de la Iglesia. Querríamos que este gesto ponga en marcha otras reformas saludables, necesarias y algunas indispensables para la Iglesia. Esto nos lleva a perfilar el rostro y el talante de su sucesor y darle tarea y desafíos.

No le puede faltar la gran intuición de nuestro último Papa: “Cristo no quita nada, nada. Lo da todo. Él hace la vida bella, libre y grande”. Además, ayudados del viejo refrán que nos recuerda que “escoba nueva barre mejor”, debemos ver el futuro con esperanza.

Vamos a poner nombre a algunas de esas tareas y a afirmar que todas ellas tienen que estar amparadas por una vuelta a Jesús, al Evangelio, a una profunda experiencia espiritual de Dios y a los pobres. Con todos estos retos, el papa afrontará el nuevo tramo de la historia de la Iglesia y de la humanidad y le imprimirá una andadura diferente. No hay duda de que, con la elección del sucesor, los cardenales darán una señal sobre el tipo de Iglesia que desean.

Esperemos que quieran:

  • Reformar el ministerio petrino. Ya deseó hacerlo Juan Pablo II en la encíclica Ut Unum sint. Ello supone una profunda reforma de la Curia, como ya había prometido Benedicto XVI. Conviene revisar todo el tema del poder en la Iglesia. Le hará mucho bien. En ella tiene que aumentar la libertad de expresión y disminuir el secretismo. Abrirse hacia los otros continentes, distintos del europeo, ya que son contemplados en el futuro de la Iglesia.
  • Revisar la estructura de nuncios-obispos diplomáticos y de los cardenales. Da la impresión de que responden más a la realidad de una Iglesia de cristiandad y no tanto a la Iglesia de comunión y del siglo XXI. Estudiar la participación del pueblo cristiano en la elección de sus obispos. Será un gran paso para la mejor aceptación de su liderazgo y animación.
  • Hacer efectiva la colegialidad episcopal con una mayor autonomía de las Iglesias locales, sobre todo en los temas de liturgia, catequesis y derecho.
  • Conseguir que los sínodos de Roma sean deliberativos y no meramente consultivos.
  • Mejorar las relaciones entre la Congregación de la Doctrina de la Fe y los teólogos. No puede faltar un diálogo sincero y abierto.
  • Abrirse a nuevas formas de ministerio ordenado, que llevarían a aceptar la ordenación de hombres casados y maduros en la fe (viri provati). Por supuesto, ello supondría que se deje de considerar el celibato como una condición obligatoria para el ministerio sacerdotal en la Iglesia de rito latino.
  • Evitar toda exclusión. Revisar el papel de la mujer en la Iglesia, superando toda forma de patriarcalismo machista. Esto ocasiona mucho mal al varón y a la mujer en la misma Iglesia, que se está privando de una gran riqueza, la que puede venir de la mujer.
  • Promover el laicado tanto en la formación como en el ejercicio de determinados ministerios. Se escuchará a los laicos, se recibirá su asesoramiento y se decidirá con ellos en temas que son más de su competencia, como el matrimonio, la familia, economía, política, ciencia…
  • Valorar más y mejor los carismas de la Vida Consagrada, y, de una manera especial, de la Vida Religiosa femenina y de los institutos religiosos laicales. Orientar a los nuevos movimientos eclesiales laicales para llegar a una mejor inserción en la Iglesia universal y laical.
  • Revisar la doctrina oficial sobre el control de la natalidad y los anticonceptivos. Deben repensarse desde una antropología diferente los temas relacionados con la sexualidad. En este mismo aspecto, se tiene que encontrar una salida a la normalización de los muchos casos de casados por la Iglesia separados y vueltos a casar.
  • Relanzar el ecumenismo, hoy a ritmo lento, y lograr una mayor apertura al diálogo interreligioso, incluyendo el correspondiente a las religiones de los pueblos indígenas.
  • Proseguir la reforma litúrgica y dar más espacio al pluralismo que viene de las diferentes culturas y tradiciones. En este proceso, se ha de cuidar la buena comprensión, la participación, la celebración festiva y la real conversión de los que celebran.
  • Renovar el lenguaje eclesial, tanto teológico y catequético como litúrgico. El actual es repetitivo, anacrónico y poco comprensible. Se precisa un lenguaje directo, sencillo, inclusivo, propositivo, cercano y fraterno.
  • Tomar muy en serio los temas de la justicia y de una fe que actúa por la caridad. La Iglesia debe ser, ante todo, la Iglesia de los pobres. Incrementar la conciencia de temas tan importantes como el de la ecología, medio ambiente y cuidado de la naturaleza.

Esto no quiere ser un pliego de peticiones para el nuevo papa. En algunas de estas propuestas, hay gran exigencia y riesgo, pero en todas hay mística y profecía. Vienen de voces varias e insistentes y, en algunos casos, de las personas que sufren porque lo que se sugiere en estas líneas ahora no es una realidad.

Estas propuestas permitirán a la Iglesia vivir un momento pascual, un verdadero kairós. Con muchas de estas llamadas se pasa de la muerte a la vida. El papa, en persona, será el primero en gozar con una Iglesia revivida, más nazarena, evangélica, pobre y mariana.

Estas propuestas no vienen de un profeta de calamidades; vienen de alguien que no cree que merezca la pena dar determinadas batallas, pero otras sí; de alguien a quien le anima una gran esperanza, ya que la ha puesto en quien “da la vida a los muertos y llama a existir lo que aún no existe” (Rm 4, 17).

En el nº 2.839 de Vida Nueva.

 

NÚMERO ESPECIAL VIDA NUEVA: PREPARANDO EL CÓNCLAVE

 

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