(Piedad Sánchez de la Fuente– Málaga) No supimos entenderlo. Era un hombre serio, moderado, de aspecto tímido, sin el extraordinario carisma de Juan XXIII, verdadero viento impetuoso, viento del Espíritu Santo que despertó a la Iglesia de su vivir segura en la Verdad, aunque sin darse cuenta del todo de las transformaciones que el mundo material estaba sufriendo y de las nuevas ideologías que se estaban incubando al calor de las ya existentes.
Pablo VI fue un hombre de su presente y una avanzadilla de hombre de futuro. Intelectual, con una gran cultura, no sólo religiosa, creía en la democracia como el sistema político que, bien gestionado, podía crear una sociedad justa en donde el hombre desarrollase los valores humanos que lleva en su propia naturaleza, y que nunca son logros de un Estado, por muy justo que sea.
Pablo VI no era muy querido en España por ciertos sectores influyentes y nada democráticos. Y la bomba que hizo estallar esa poca sintonía entre el Pontífice y cierta parte del pueblo fue el perdón que pidió para unos condenados a muerte, que no fueron perdonados, y la publicación de la encíclica Humanae Vitae, sobre el control de la natalidad y más que eso. Intentó hacernos ver el sentido de unión y la capacidad de procrear como algo inseparable para hacer de la sexualidad humana algo santo y noble, fundamento de la sociedad con un componente no sólo de moral individual, sino explicando “los fuertes vínculos entre la ética de la vida y la ética social”.
Tampoco se le entendió. Se le tachó de intransigente y poco humano cuando, en el fondo, lo que trataba de defender era al hombre en toda su dignidad, en su vida más íntima y en su vida social y política. Y, de hecho, estamos comprobando la razón que tenía cuando vemos cómo la persona humana ha ido degradándose en sus valores y es mentirosa en sus postulados.
Pablo VI huía de las ideologías con vocación de “mesianismos salvadores”, pues basan sus propuestas en la negación de lo transcendente de Dios como Señor de la historia; por lo tanto, lo que hacen es reducir al hombre a un trozo de materia que debe vivir sólo para “hacer, conocer y tener más para ser más”.
La Iglesia sí da respuesta al problema del “ser más” y nos dice: “Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación de hombre hasta la humanidad entera”, pero la fe cristiana no se apoya para conseguir este desarrollo integral del hombre ni en poderes, ni en privilegios, ni en las mentes de hombres de extraordinarios talentos. Sólo se apoya en Cristo y en su Evangelio e interpreta lo que pasa en el mundo apoyada en la verdad que sólo brilla en la palabra de Dios. La Doctrina Social de la Iglesia, la gran desconocida, debería ser para los católicos una forma de ponernos al día en todos los temas humanos y divinos.
Y démosle gracias a Benedicto XVI, que ha sabido poner al día con una clarividencia extraordinaria, como otra bocanada de viento impetuoso del Espíritu Santo, las realidades de este mundo nuestro que presintió en su momento Pablo VI.
En el nº 2.691 de Vida Nueva.