MANUEL ARMENTEROS MARTOS (TRES CANTOS, MADRID) | Creo que conviene clarificar tres términos que facilitarían el urgente y necesario abrazo de unidad entre cristianos, apartando obstáculos del camino, ya iniciado, hacia el encuentro interreligioso. Estos términos son “Reino de Dios”, “Iglesia” y “Pueblo de Dios”. Reflejan lo mismo, pero presentan connotaciones distintas.
“Reino de Dios” (término que abarca los dos siguientes) es un lugar tanto interno como externo, desde donde la persona halla alegría, paz y gozo en el Santo Espíritu de Dios y se asume el dolor, cuando aparece, como un acontecimiento redentor. Es un Reino que nace del interior personal y se manifiesta al exterior, abierto a toda criatura humana, donde ese mismo Dios habita dentro de ella y la desarrolla vitalmente.
“Iglesia” es la institución creada por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que deja a sus discípulos para que las extienda por el mundo. En ella transita, cómo no, el Reino de Dios, su Padre y nuestro Padre. Pero no toda la Iglesia vive y es Reino de Dios. Pues no pocas veces se antepone la institución a la misión.
“Pueblo de Dios” es un concepto que abarca y engloba a todos los creyentes que son coherentes y fieles a sus respectivas religiones (incluidos los hombres y mujeres de buena voluntad), a Dios invocan y a Él se someten como Ser Supremo, que sostiene la vida y existencia de toda su Creación.
Por tanto, asumiendo estos términos, que van más allá de lo considerado por las religiones, será más fácil entenderse. Porque las religiones, al estar fusionadas con sus respectivas culturas, pueden limitar o frenar la unidad por normas o leyes de comportamientos culturales y se distancian del fin último de todas las entidades religiosas: la dignidad y sacralidad del ser humano; móvil común para garantizar el encuentro, la paz y la convivencia entre los habitantes de la “casa común planetaria”.
En el nº 2.983 de Vida Nueva
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