(Lucía Ramón Carbonell–Profesora de la Cátedra de las Tres Religiones de la Universidad de Valencia) En una cultura que busca atajos ante cualquier dolor, que no nos enseña a respetar los tiempos de duelo, que nos acostumbra a vivir en la epidermis como consumidores de experiencias, los relatos pascuales son una interpelación para vivir y sentir la vida de otra manera. Afrontan la cuestión del sufrimiento como parte sustancial de la vida, también de la vida espiritual. Como ámbito de revelación en el que puede irrumpir la esperanza cuando el dolor no se elude, cuando se encara desde el amor y desde la búsqueda radical de sentido.
En ese horizonte hay que situar las lágrimas de María Magdalena. La discípula valiente que va a hacer duelo ante la tumba del Maestro –la expresión más terrible que pueda imaginarse de sus esperanzas sepultadas– y se encuentra con Jesús Resucitado. Dice la teóloga alemana Dorethee Sölle que quien tiene hambre y sed de justicia atraviesa necesariamente períodos en los que está completamente exhausto, lleno de tristeza y de dolor.
A menudo el Espíritu nos conforta y nos lleva a la verdad por medio de las lágrimas. Hemos olvidado pedir al Espíritu por el don de las lágrimas, que es esencial para sacar fuera lo que está dentro y hacerlo visible y audible. Vivir sin lágrimas es la expresión de una cultura que es incapaz de experimentar y expresar sentimientos profundos. En cambio, consentir –admitir y compartir con otros– nuestra tristeza y nuestros sufrimientos en Dios y abrirnos al dolor de Dios por los que más sufren, es el camino que el Maestro nos ha enseñado para resucitar, para hacernos más divinos, más humanos.