(José María Rodríguez Olaizola, SJ- Sociólogo jesuita) Qué palabra tan cargada de fuerza. Enseguida evoca intensidad, profundidad o energía. Alguien apasionado es quien es capaz de apostar por algo o por alguien, de lanzarse al vacío, si hiciera falta, persiguiendo aquello que cree. Alguien que siente que su vida se estremece cuando está en cuestión aquello que te inquieta, te emociona o te asusta.
Lástima que hoy muchas pasiones sean fuegos artificiales vistosos pero efímeros. Pasión despiertan las elecciones, el Chiki-chiki o los deportes, un grupo musical, o una franquicia editorial.
Pero a veces siento nostalgia de las grandes pasiones, capaces de hacer que se ponga en juego una vida. Por esas pasiones hay que apostar. Frente a la indiferencia o la rendición, apostar por el prójimo con una intensidad que te lleve a horrorizarte, inquieto y dispuesto a hacer algo, al percibir la injusticia en torno; o te lleve a reír, contento, cuando otras heridas sanan. Frente al conformismo con una manera de vivir que no genera grandes certidumbres ni incertidumbres, quizás podamos seguir soñando, tomando las riendas de la vida, arriesgando para lanzarnos por rutas inexploradas, que nos conduzcan a tierras de paz, encuentro, justicia y comunión. Frente al egocentrismo que a veces nos lleva a estar demasiado pendientes de nuestras cosas, acaso es posible optar por la mirada hacia fuera, que te invita a descubrir el mundo en su complejidad, oír sus lamentos, reír sus risas, entender y compartir sus luchas. Frente a los nombres efímeros, quizás podamos llenar la vida con nombres que permanecen y no se difuminan.
Al final, hay que rescatar la pasión auténtica, que se teje en palabras y abrazos, opciones y apuestas, decisiones y riesgos. Pasión por vivir, por un Evangelio que nos llena de sentido, por un Dios que nos hace hermanos.