CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
Con todas las reservas, matices, interpretaciones y cautelas que hay que tener en cuenta, entre las estadísticas más fiables se registran unos datos acerca de la creencia en Dios. Un 57 por ciento de la población mundial se considera creyente. Entre ese grupo mayoritario hay para todos los gustos: el creyente sincero y fiel cumplidor de sus obligaciones religiosas, el que cree y no practica, el ritualista que no cree pero sí practica, el que cree en Dios de cuando en cuando y según le parece o lo necesita para que resuelva algún problema, el Dios de los domingos y fiestas de guardar, el de las tradiciones y costumbres del pueblo y nada más… Y toda una serie de grupos con más ambigüedades e incoherencias de las que ustedes puedan pensar.
Después viene el contrasentido del que se manifiesta poco menos que ateo y echa la culpa a Dios de todos los males habidos y por haber. Para qué gritas, se le puede decir, si no hay nadie que te oiga ni se manifiesta el culpable al que maldices. Si crees en Dios, no blasfemes. Sé coherente y admite que aquel a quien veneras es un Padre justo, bueno y misericordioso.
Dios, siempre puntual y de actualidad. Aunque no se pronuncie abiertamente en nombre de Dios y se prefiera, vergonzosamente, hablar de “el de arriba”, “el que manda”… Desde el comienzo de los tiempos, el nombre de Dios va jalonando todos y cada uno de los capítulos de la historia de la humanidad. Por Dios dieron la vida muchos santos. Y también se emprendieron contiendas en nombre de Dios. Nadie recibió tanto honor y amor de sus hijos. De las blasfemias y ofensas, para qué hablar…
Lo más querido y lo más odiado, lo más íntimo de cada uno y lo más objetivo y presente en todos los acontecimientos. La razón del origen, de la existencia, del objetivo final. El nombre de Dios no cabe en el olvido de la indiferencia.
Nosotros, como cristianos, no conocemos ningún otro Dios que el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que precisamente llegó a este mundo y asumió nuestra naturaleza humana para darnos a conocer la Verdad. Vino a los suyos, como dice san Juan, pero no lo reconocieron. Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios.
Publicado en el número 3.019 de Vida Nueva. Ver sumario