JESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor
“Aunque parezca a veces que el plan divino es un desastre por el dolor, los pecados y las maldades humanas, Dios vuelve a renovar y restaurar su obra. No sabemos qué vendrá; conocemos lo pasado. Lo que dejamos atrás tiene su exégesis, llena de grandeza y miseria”.
Cuando avanzaba el relicario de plata con la sangre de Juan Pablo II, y sonaba el bello himno compuesto para el momento, sentí una rara emoción, y estoy seguro de que también le invadió a mucha gente. Porque Juan Pablo II es como la recapitulación espiritual de un tiempo; aquella anakefalaiosis de san Ireneo: solo a la luz en un momento final, esplendoroso y feliz tiene sentido todo lo que nos sucede. Aunque parezca a veces que el plan divino es un desastre por el dolor, los pecados y las maldades humanas, Dios vuelve a renovar y restaurar su obra. No sabemos qué vendrá; conocemos lo pasado. Lo que dejamos atrás tiene su exégesis, llena de grandeza y miseria.
Wojtyla condensa un periodo de la humanidad. Vivió la ocupación nazi y la II Guerra Mundial; conoció la vida gris de la posguerra en la URSS; vivió bajo el comunismo en Polonia, años en los que aprendió a trabajar por la libertad. Apoyó a los obreros polacos y denunció las estructuras injustas capitalistas y el totalitarismo del socialismo real. Su “no tengáis miedo” es el eco de la Buena Nueva, y una llamada frente a las ideologías que tiñeron de sangre el mundo en el siglo XX. ¡He ahí el gran milagro!
Por eso, la noble sangre del Papa tiene una gran fuerza, un significado que va más allá del recuerdo, del vestigio digno de veneración; es la sangre de los hombres y mujeres de toda una época. Y es como si Dios la recogiera y le diera su lugar en la eterna obra de la Redención.
En el nº 2.753 de Vida Nueva.
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