¿Qué le pasa a mi Iglesia?

DIEGO PARRA ESCRIBANO. BETANZOS (A CORUÑA) | Cincuenta años desde el Concilio Vaticano II, Sínodo para reflexionar sobre la nueva evangelización y Año de la fe, declarado por el Papa, supongo que para preguntarnos por la consistencia o realidad efectiva de esta en nuestras vidas.

Sintiéndome aún ministro de la Palabra de Dios, percibo cómo hemos ido vaciando de todo contenido real nuestras propuestas cristianas. He oído a un joven sacerdote decir más o menos así: “Me parece más saludable dedicar los domingos a andar en bicicleta que ‘decir’ tres o cuatro misas para señoras mayores dispersas en bancos semivacíos”.

Ciertamente, el dinamismo vital de quienes reservan el fin de semana para compartir esparcimiento puede contrastar, en muchos casos, con la visión de posturas serias, desconfiadas e inermes de quienes todavía van a “oír misa” y no a “celebrar juntos, como hermanos en Cristo, la Buena Nueva que Él nos ofrece”.

Tú puedes hacer lo posible, hasta donde te lo permita la estructura litúrgica, para gestualizar la acogida y la cercanía, pero casi siempre podrás pensar que la batalla la tienes tarde o temprano perdida, pues no se trata de la validez de tus carismas, sino de una forma de entender y vivir la fe, y la vida cristiana toda, a la que nos hemos ido acostumbrando.

Otro sacerdote, recién llegado de sus estudios en Roma, decía sentirse engañado, pues la realidad pastoral poco o nada tenía que ver con la doctrina aprendida. Se implicó en la preparación para la primera comunión de los niños… que, en un par de años, solo volvió a ver casualmente por la calle. Pronto encontró cobijo en una delegación diocesana.

Un sacerdote mayor y con más experiencia (vicario general), en desenfadada tertulia de sobremesa, pronosticaba: “Seremos menos sacerdotes, pero nos faltará trabajo, pues cada vez se nos necesita menos”. Confirmo personalmente esto, desde mi actual servicio ministerial en pequeñas parroquias semirrurales: algunos funerales abarrotados y, en las misas dominicales, me sobran los dedos de una mano para contar los comulgantes y la mano entera para quienes acuden al sacramento de la Reconciliación o al acompañamiento espiritual. Ni que decir tiene que los intentos de conformar un grupo de oración o reflexión bíblica no han llegado tampoco muy lejos.

Quiero terminar este comentario con las reflexiones de mis buenos, prudentes y encomiables obispos. Uno decía: “Hagamos cuanto podamos para que, al menos, sepan las personas mayores de nuestras pequeñas parroquias que la Iglesia no los olvida. Y cuidemos de no ser nunca antitestimonio”.

¿No sabemos qué hacer? ¿No sabemos distinguir (discernir) dónde y cómo actúa el Espíritu del Señor hoy? Entonces, algo parece fallar (faltar). ¿Él, su Promesa, o nosotros (nuestra vista y oído)?

Por si todo lo dicho pudiera parecer que peca de exceso, terminaré relativizando y hasta en cierto modo desacreditando todo lo que aquí puede haber de percepción personalista y subjetiva.

En el nº 2.819 de Vida Nueva.

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