ANTONIO ROURA, director de Religión y Escuela | Cuando hablamos de la organización de los sistemas educativos, pocas cosas –por no decir ninguna– están exentas de significación política. Los objetivos generales, la distribución de asignaturas, el perfil del profesorado, la carga lectiva, los conciertos, el modelo de convivencia escolar, las dotaciones económicas, etc. son un reflejo de la ideología y opciones de política educativa del legislador de turno. A nadie se le escapa que hay siempre una intencionalidad ideológica escondida detrás del modelo de sistema educativo e, igualmente, detrás de las objeciones que, desde la oposición, se quieran hacer.
En el caso de la asignatura y el profesorado de Religión se suma, además, que su presencia en el sistema educativo se ha convertido para los partidos políticos, ley tras ley, en un diapasón con el pretenden que se mida la autenticidad y el ritmo de su laicismo y en un recurso más para modular, condicionar y utilizar en las relaciones y negociaciones entre Iglesia y Estado. Ningún partido político ha querido regular la cuestión de la enseñanza de la Religión en el sistema y resolverlo como si se tratase, estrictamente, de una cuestión educativa.
Entre las razones que esgrimió el PP para oponerse a la LOE y anunciar una nueva Ley Orgánica estaban, entre otras, la presencia de la polémica asignatura de Ciudadanía y el caos organizativo que se generaba en los centros con las Medidas de Atención Educativa (la solución que propuso la LOE para aquellos alumnos que no querían cursar ni Religión, en cualquier opción confesional, ni su alternativa no confesional: Historia y Cultura de las Religiones).
Con la LOMCE del PP es cierto que ha desaparecido la asignatura de Educación para la Ciudadanía, pero, sorprendentemente, la mayor parte de sus contenidos han de impartirse obligatoriamente, como contenidos transversales, en todas las asignaturas.
La misma perplejidad suscita el tratamiento de la asignatura de Religión. Aparentemente se ha ofrecido una solución que normaliza algunos aspectos, pero se ha degradado, inexplicablemente, la consideración formal de la asignatura. Al no tener la consideración de asignatura troncal –para ellas es el Estado el que establece, entre otras cosas, el mínimo de carga lectiva para todo el territorio– y haberla catalogado como asignatura específica –son las comunidades autónomas las que establecen su carga lectiva– se ha dado pie a que, prescindiendo de razones educativas, se haya iniciado una “competición” entre autonomías a ver quién trata peor a la asignatura y asfixia más al profesorado.
Abrió la veda el PP, en el territorio MEC, dejando a la asignatura con el mínimo tiempo posible (45 minutos a la semana, no necesariamente en la misma sesión); le han seguido otras, pero es Andalucía, gobernada por la coalición PSOE e IU, en donde se produciría un ERE brutal e inaceptable del profesorado.
En la Escuela Católica, por la autonomía de la gestión, existen recursos para compensar la exigua carga lectiva de la asignatura o para ofrecer al profesor de Religión la posibilidad de completar su jornada laboral impartiendo alguna otra asignatura afín. En la escuela pública –habiendo fallado los intentos de diálogo–, solo la movilización y la actuación conjunta de padres, profesores, alumnos y asociaciones, sindicatos y colectivos implicados puede conseguir que se garantice, con un mínimo de calidad, el derecho constitucional (27.3) que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa que esté de acuerdo con sus convicciones.
En el nº 2.925 de Vida Nueva
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