CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“La fe en Dios no solo no obstaculiza el progreso, sino que anima el conocimiento científico. Otra cosa es el prejuicio agnóstico o la extraña teoría de que el científico no puede ser creyente”.
Craig Venter. Apréndanse ustedes este nombre. Este científico norteamericano, ya conocido por sus investigaciones sobre el genoma humano, se ha dedicado, durante mucho tiempo, a recoger bacterias oceánicas y diseñar nuevas formas de “vida sintética” de la célula artificial. Las líneas de investigación científica caminan de forma tan rápida que los resultados sorprenden cada vez con más frecuencia, y con tanta velocidad, que no nos dan tiempo a reponernos del asombro que pueden suponer los últimos descubrimientos.
Así ocurrió con la astronomía de Galileo, las teorías evolucionistas de Darwin, Wöhler y la síntesis de la urea, la relatividad de Einstein, los trasplantes de órganos, el genoma humano, la fecundación in vitro, la clonación…
Como se repite en la historia de la humanidad, con estos hallazgos llega el asombro para unos –¡dónde vamos a llegar!– y la prueba que confirma el convencimiento de los ateos: cada vez estamos más cerca de hacer nosotros mismos lo que se atribuye a Dios.
Más que de novedad, lo de la vida sintética parece que se trata de algo reproductivo, partiendo del genoma de otra sustancia viva. Lo de “crear” vida en laboratorio parece que está bastante lejos de conseguirse. El intento de crear microorganismos sintéticos tendrá notables repercusiones, tanto en el campo de las energías alternativas, como en el de la medicina.
Siguiendo el principio de que no todo lo que se puede hacer se debe hacer, no cabe duda de que las puertas de la ciencia, con la hipótesis y la investigación, están siempre abiertas, sin más reservas que las que la ética que acompaña a la dignidad y derechos de la persona, y la sociedad, deben exigir. La investigación científica es necesaria, salvando siempre la garantía de principios fundamentales a los que nos referíamos.
La misión del científico no es burlar, ni mucho menos destruir, la naturaleza, sino ayudar a conocerla, a disfrutar de ella, a dominarla, pero de ninguna de las maneras destruirla y, mucho menos, utilizarla contra el hombre.
Los conflictos entre religión y ciencia pueden ser ocasión para el diálogo, el entendimiento, la búsqueda de la verdad, el estímulo a la ciencia, la apertura a un conocimiento trascendente… La fe en Dios no solo no obstaculiza el progreso, sino que anima el conocimiento científico. Otra cosa es el prejuicio agnóstico o la extraña teoría de que el científico no puede ser creyente. Razón y fe ni se contraponen ni pueden sobreponerse. Cada una tiene su parcela para trabajar. Y lo más unidas posible, en favor de la humanidad.
Decía Benedicto XVI que “la Iglesia, al proponer valoraciones morales para la investigación biomédica sobre la vida humana, se vale de la luz, tanto de la razón como de la fe, pues tiene la convicción de que la fe no solo acoge y respeta lo que es humano, sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona” (A la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15-1-10).
En el nº 2.758 de Vida Nueva