(Juan Masiá Clavel, SJ- Teólogo) A la iniciativa budista, secundada por protestantes, se ha sumado la Iglesia católica para pedir la supresión de la pena capital. En Japón, tras confirmarse la sentencia, la ejecución depende de la firma del ministro de Justicia. Dos ministros rehusaron hacerlo durante su mandato. El actual ha firmado ya tres en menos de un año, tratando de rutinizar las ejecuciones. Bajo pretexto de asegurar estabilidad mental de la persona condenada, se restringen las visitas. Cada mañana, durante meses o años, despierta sin saber si será ese día la ejecución. Si le traen el frugal desayuno, significa que le queda un día más de vida.
Recientemente, las religiones e iglesias hermanas se han unido para concientizar a la ciudadanía, frente a unas estadísticas que reflejan el apoyo mayoritario a la pena capital, seria dificultad cultural que se remonta a la tradición sobre la venganza y la muerte como expiación.
Como en el tema del no a la guerra, también aquí el Episcopado japonés se ha comprometido para apoyar interreligiosamente los derechos humanos. La Comisión de Justicia y Paz, presidida por el obispo Matsuura, envía una carta de protesta al ministro de Justicia cada vez que se produce una ejecución. Forma parte de una ética coherente sobre la vida, por parte de una Iglesia comprometida para mediar en cuanto sean procesos de reconciliación, pacificación y defensa de la dignidad humana. Los obispos han venido insistiendo en sus cartas pastorales de las tres últimas décadas en adoptar una misma postura coherente, tanto al oponerse a la guerra y a la pena de muerte, como al defender la vida antes del nacimiento y los derechos de los discapacitados o de los pacientes terminales. Siete años después de su publicación, sigue difundiéndose entre el público general la carta pastoral en que abogaban a comienzo del milenio por una cultura de la vida.